Por Obed Arango
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Capítulo 7
La vitrina bajo los arcos de la casona de Buenos Aires siempre atrajo a Ana. Por primera vez no resistió abrirla y tocar esos objetos; a esa edad no sabía lo que era la medalla conmemorativa de Mussolini con la leyenda 1883, el peso de Maximiliano, una esvástica nazi de 1944, una estrella amarilla del Holocausto de Auschwitz de 1945, una bandera confederada de 1863, un periódico que exaltaba a Anastacio Somoza García de 1932, una colección de mancuernillas de cruces alemanas; no entendía a esa edad el significado de esas piezas, no sabía a quién se referían o habían pertenecido. El brillo del pequeño peso de oro de Maximiliano le atrajo, hacía dos años que había llegado a casa; Ana lo sacó de su caja de rapé, y con mucho cuidado lo puso en la punta de su dedo índice, esta fue la primera vez que Ana Luisa colocaba la moneda en su dedo; era raro que una moneda tan frágil, delgada y ligera como ella —pensaba—, sintiera un peso significativo.
Su madre la vio y se acercó a ella y le pidió con voz suave que devolviera la moneda a su caja. Ana María —la madre— puso una rodilla en el piso y le pidió con voz suave que no volviera a hacerlo, que no tocara las cosas de su padre. Ana Luisa, asintió, se disculpó y prometió no repetir tal atrevimiento. Le preguntó a su madre si ella también podría tener su vitrina para coleccionar sus propios objetos. Ana María notaba con atención cómo su hija admiraba a su padre, y eso le preocupó. —Mamá, ¿qué son todas esas cosas?, siempre han estado ahí pero nunca he sabido quiénes son esas personas—. Ana María le contestó, —personas sin importancia, lo más importante es que vamos a hacer tu vitrina—, a esa edad la pequeña Ana Luisa preguntaba todo, pero Ana María no tenía las respuestas que saciaran su inquietud.
—Y qué vas a poner en tu vitrina—, preguntó Ana María. —No sé, cosas que me hagan feliz, que me recuerden a ti, a mis hermanos, a mi papá, al agua, a Mar del Plata, los pájaros y ese arcoíris que aparece en la fuente cuando sale el sol—. Ana María escuchó con alegría la respuesta.
Al día siguiente el carpintero llegaría a la casa de Carlos; Ana María deseaba darle a Ana Luisa su propia vitrina como regalo de cumpleaños. La vitrina sería casi gemela a la de Carlos y se pondría en el lado opuesto del patio, así de manera decorativa sería una imagen axial, opuesta e igual. La vitrina sería de caoba para que durara décadas y años, quizá siglos, así como los objetos que albergaría. Habían pasado dos años desde el golpe de estado y Argentina estaba en vísperas del mundial de fútbol de 1978, en las calles todo era algarabía, en la televisión pasaban todo el tiempo a la selección nacional que se preparaba. Carlos era aficionado al fútbol, y si bien en su casa la televisión se veía muy poco, él estaba al tanto de la propaganda, no había mejor manera de validar a la junta militar que con la camiseta albiceleste. Ana Luisa como sus hermanos habían crecido alejados de la pantalla y pegados a los libros, pero en ese invierno astral de 1978, la televisión se prendía con mayor frecuencia.
Don Ramiro, el carpintero, llegó a casa; él era muy conocido en la ciudad por la fineza de los muebles que construía, con las recomendaciones de todos, él fue el elegido por Ana María. En silencio observó con cuidado la vitrina de Carlos, tomó las medidas, tomó su tiempo para observar con todo detalle y dibujaba bocetos. Mientras leía los textos que acompañaban los objetos en ese despliegue de historia de dictaduras, fascismo, masacres y movimientos militares que se conjuntaban en ese mueble histórico, le dio náusea, quiso vomitar ahí mismo, dudó en seguir con el encargo. En ese momento notó que dos luciérnagas verdes le miraban; era Ana Luisa quien se acercó, —me dijo mi mamá que usted haría mi vitrina—. Él quedó en silencio y le preguntó, —y ¿qué pondrás en ella?— una sonrisa invadió el rostro de la pequeña, —los objetos más felices del mundo, lo que me recuerden a mi madre, Mar del Plata, y muchas cosas que hagan feliz—. Don Ramiro con beneplácito escuchó la respuesta, tanto que se le olvidó la náusea que hace un par de minutos había sentido. Convencido por la alegría de esa niña, haría una vitrina hermosa que se opusiera a la monstruosidad que estaría al otro lado del patio. Padre e hija, serían dos mundos opuestos.
Al cerrar el portón de la casona Don Ramiro, no deseaba volver a ese lugar, a pesar de la ternura de la niña, era como haber visto una casa de terror. Al día siguiente comenzó a atar cabos: ¿quién era Carlos?, ¿Qué hacía un hombre cuya riqueza se distinguía en plena crisis argentina cuyo único goce era el mundial que se avecinaba? Don Ramiro no podía dejar de pensar en su hermana que todos los días caminaba en la Plaza de Mayo desde hace un año cuando su sobrino desapareció. Don Ramiro cuántas veces le dijo a su sobrino Ernesto que dejara de lado sus discursos comunistas, que se cortara el cabello; su parecido con Guevara era asombroso, tanto que le llamaban “Che” —como a todos—, pero en el caso de él por su parecido con el revolucionario argentino-cubano. Ernesto con orgullo cargaba no solo su nombre sino su imagen, además de que era todo un provocador. No faltaba quien le preguntara si su corte de cabello era en honor a Mario Alberto Kempes, el delantero de la selección Argentina. “No”, él siempre respondía que era por Ernesto “El Che” Guevara. Así, Ernesto fue recogido una tarde de 1977 de la casa de la señora Susana Ardiles y fue llevado al ESMA. Los militares llegaron a la puerta, para entonces ya había miles de desaparecidos, Ernesto no quiso dejar una mala memoria en su familia, en cuanto vio a los milicos, —como les llamaban en la casa—, abrazó a su madre, le dijo que se cuidara, que cuidara a su hermana, y le dio un beso en la frente; a doña Susana el corazón se le apretó, le reventó por dentro, deseaba tener una fuerza brutal para enfrentar a esa cuadrilla, no pudo, solo no permitió que vieran una lágrima de ella. Desde entonces el corazón de Doña Susana se transforma en pasos, palabras, poesía, y una rabia profunda contra el abusador.
Había pasado ya un año de la desaparición de Ernesto, y Don Ramiro, no sabía cómo comunicarle a su hermana todo lo que había visto, quedarse en el silencio cómplice era como una patada en los testículos, le dolía con ese dolor que no sale, que solo sofoca. Decirle era comprometerse, comprometer a su familia. Podía simplemente declinar el trabajo y no sabría más de esa familia del horror.
Por una semana no dio señales de vida, no se comunicó con Ana María, ni con su hermana, metido en su taller se ocupó con otros proyectos. Pero a la semana y media tocaron la puerta de su taller con cierta fuerza, enmudeció y se paralizó al momento, cuando vio en el entreabierto de la puerta a Carlos y de la mano a Ana. ¿Habrían visto la sombra de sus pies moverse debajo de la puerta? ¿Podía pretender que no estaba? Demasiado tarde para pensar, el teléfono sonaba y alguien desde adentro de la casa lo contestaba. Abrió el portón. Compuso su semblante, el alto y encorvado extendió la mano a Carlos y saludó a la pequeña Ana con un gesto. Carlos pidió pasar. Adentro del taller, Carlos miraba detenidamente cada detalle, hablaron de la selección, del mundial, de Menotti, y conforme pasaban los minutos Don Ramiro se inquietaba. Él intentó mostrarle la madera que usaría para la vitrina, pero Carlos evitaba hablar de la vitrina, su interés estaba en el fútbol. Ana curioseaba y observaba con detenimiento cada herramienta. —No toques nada porque todo es filoso— le advirtió Carlos. Entre las mesas de trabajo, Ana se tropezó y con el aserrín en el piso se clavó algunas astillas; pronto su rodilla comenzó a sangrar, no de manera grave, pero sí parecía un chorrito escandaloso. Ramiro dio tres pasos al lavabo y sacó un pequeño botiquín, le limpió la herida, soltó un lloro la pequeña Ana, quien tomaba la mano de su padre. Don Ramiro, con mucha experiencia por los múltiples cortes que había sufrido a lo largo de su carrera, logró detener la sangre, le colocó una gasa y sacó un pañuelo nuevo blanco que recién su hermana le había regalado con las iniciales bordadas de Ernesto Ardiles “E.A.” en una esquina; él no prestó mayor atención, lo colocó alrededor de la gasa y lo sujetó con cinta médica. Don Ramiro, sin pensar, hizo toda esta operación; el pañuelo blanco rodeaba la rodilla de Ana, y ella feliz miraba su rodilla ser sanada por este hombre amable.
—No cabe duda, Don Ramiro, que sos muy hábil no solo con las herramientas, en dos segundos paraste el hilo de sangre—. Ramiro esbozó una leve sonrisa. —Ana, estarás bien, no debes lavarte la herida en unos tres o cuatro días para que logre cicatrizar, ya la limpié bien y está bien protegida—.
—¿Para cuándo tendrá la vitrina, Don Ramiro?—. Pensativo, él contestó, —En tres o cuatro semanas estará lista—.
—Muy bien, llévala tú mismo. Que sean cuatro semanas. Estás invitado a la fiesta de Ana, ese será tu regalo, quiero que seas tú quien se la dé—. Ramiro solo asintió. Ana pidió que se agachara y ese hombre de manos callosas, y como garrocha, se inclinó. —¿Y el pañuelo?— preguntó ella, a lo que él respondió, —ahora es tuyo—. Ana, con una sonrisa en sus labios rosas, le dio el abrazo de una pequeña flor que abrazaba con sus hojas a ese hombre encorvado. Ana era de pocas palabras, pero su delicadeza y ternura inundaban el cuarto, que hasta el peor de los monstruos podría desaparecer a kilómetros.
Don Ramiro se dio a la tarea de hacer la vitrina, cortó cada pieza con sumo cuidado; la carpintería era una extensión de sus sentidos, podía sentir, olfatear, hablar con la madera, las curvas y los pliegues guiaban sus manos, era atento a los detalles, hábil como el más fino de los ebanistas de su época. Don Ramiro deseaba entrar a la casa del monstruo. No había hablado aún con su hermana, no lo haría por un tiempo hasta que supiera más de quién era Carlos. Las semanas pasaron y conforme se acercaba la fecha, veía como la vitrina tomaba ya forma, sus cristales antirreflejantes permitirían ver los objetos con una claridad espectacular, el terciopelo de fondo realzaría cada objeto. Su obra, si bien era gemela de la otra vitrina, tenía algunos detalles que la distinguían, entre ellos un doble fondo que él solo sabía que existía. Durante la última semana recorrió las calles y tomó los nombres que aparecían en las mañanas de jóvenes desaparecidos. Esos carteles y hojas pronto eran recogidas por las autoridades, así que se disciplinó a caminar temprano, hizo una lista y en el doble fondo marcó los nombres; no se podrían ver, pero cualquier persona con sentido táctil podría saber que ahí había letras talladas, era una forma de protesta, era una manera de estar presente en la casa de un fascista, era la forma de rescatar su obra y de guiar las manos de Ana a un mayor entendimiento, quizá algún día descubriría esa tapa que se podía desprender entre dos personas.
Llegó el día de la fiesta, el día de la entrega, el día de la protesta silenciosa. Ayudado por dos jóvenes, bajaron la vitrina que estaba cubierta entre cobijas para evitar golpes en sus costados. Ana María, con gran emoción, estaba en el portón; adentro, en el patio, ya se escuchaba el bullicio de personas. Don Ramiro, vestido con su traje oscuro, está listo para presentar la vitrina. Los jóvenes entraron al portón y ahí había guardias que les revisaron. Pidieron que descubrieran el mueble, Ana María intervino y pidió que no lo hicieran. Don Ramiro, desconcertado, no entendía por qué había guardias. Ana María guió a los jóvenes y Don Ramiro la siguió. Descubrieron la obra de arte; la vitrina no solo era bella, sino que su detallado y terminaciones la hacían resplandecer como esos dos ojos verdes que la miraban. Ana, vestida de blanco, le tomó la mano a Don Ramiro, él le sonrió, se agachó y le dijo:
—Espero que se llene de felicidad, de memorias que alimenten tu alma como Alfonsina diría:
“¿Qué diría la gente, recortada y vacía, si en un día fortuito, por ultra fantasía, me tiñera el cabello de plateado y violeta, usara peplo griego, cambiara la peineta por cintillo de flores: miosotis o jazmines, cantara por las calles al compás de violines, o dijera mis versos recorriendo las plazas, libertado mi gusto de vulgares mordazas? ¿Irían a mirarme cubriendo las aceras?”
—¿Irían a mirarme cubriendo las aceras?— Ana, ¿conoces los poemas de Alfonsina Storni?— Asintió con la cabeza. No cabía duda de que la niña era extraordinaria. ¿Quién, a los diez años, conocería los poemas de esa gran poeta?
Ana no solo deseaba coleccionar objetos, sino que además amaba escribir y leer; la poesía era su alma, su alma entera era poesía, y el entero de su alma se componía de ilusiones y palabras. Don Ramiro era igual, no solo era carpintero, sino que también era poeta; escribía todos los días, coleccionaba en pequeños cuadernos sus estrofas nunca leídas.
—Don Ramiro, ¿le gusta la poesía?— él sonrió y asintió. —Me gusta leerla e intento escribirla—. Ana sonrió y le dijo: —Yo también. Quiero ser escritora cuando sea grande.
Ana le pidió levantara la tapa de cristal, y con su mano blanca sacó de su bolsa el pañuelo blanco con las iniciales bellamente bordadas de E.A.
Antes de colocar el pañuelo, que a Don Ramiro sorprendió ver, una mano se interpuso entre la vitrina y Ana; era la mano del General Jorge Rafael Videla. Don Ramiro alzó la mirada y se quedó quieto como si hubiera visto al mismo demonio. Frente a él estaba el jefe de la junta militar, el mismo dictador.
—¿Qué es esto?—
—Mi regalo de cumpleaños— contestó Ana.
—¿Un pañuelo blanco?—
—No, la vitrina—
—Y el pañuelo, ¿quién te lo dio? ¿Qué significan las letras E.A.?
Ana María veía cómo el mismo Videla interrogaba a su pequeña hija, mientras Don Ramiro estaba serio, inexistente, en silencio total.
Ana María intervino, para decirle al general que la cena estaba lista. Videla terminó el interrogatorio.
—Don Ramiro, la cena está lista también para usted, usted es uno de nuestros invitados—
—No debería, soy solo un carpintero y usted tiene invitados muy distinguidos—
—Para nosotras sería un honor tenerle, ¿verdad Ana?—
La pequeña tomó de la mano a Don Ramiro y caminaron al interior de la casa, pero antes Ana puso el pañuelo blanco en la vitrina, ese era su primer objeto. Un objeto que le recordaría toda la vida el día que conoció a Don Ramiro y el día en que esas dos manos callosas de artista le sanaron la rodilla.
Videla en la mesa miraba de manera inquisitiva a Ramiro, quien reía con la niña.
—Carlos, ¿de dónde conociste al carpintero?—
—General, recomendado como el mejor ebanista de la ciudad, su trabajo es magnífico—.
—Quiero que le pidas venga a la Casa Rosada el día de mañana, necesitamos reparar varios muebles, el tiempo de Perón hizo estragos también por dentro—.
Ramiro, quien buscaba salir de ahí lo antes posible, se despedía en silencio de la niña y de Ana María. Carlos le puso la mano en el hombro y le dijo, —no tan rápido, el general quiere conocerle—. Ramiro, quien sintió frío, un calambre recorrió su cuerpo, pausó y le respondió afirmativamente con un gesto.
Videla fijó su vista en Ramiro, estaba en el patio, a un lado de la vitrina.
—Magnífico mueble el que usted ha hecho—.
—Gracias, mi general— replicó Ramiro.
Videla tomó en sus manos el pañuelo blanco. Ramiro evitó ver el pañuelo.
—Don Ramiro, Don Ramiro, me parece que usted es más querido que yo en esta casa. ¿Será así?— En silencio, Ramiro pensó su respuesta. —Claro que no, usted es el benefactor de toda la república, usted nos ha rescatado de la amenaza roja, del desorden juvenil, y nos ha puesto frente al mundo para mostrar la grandeza de nuestra patria—.
Videla escuchó al inicio con seriedad y después con beneplácito las palabras de Ramiro, tanto que se olvidó del pañuelo por unos segundos.
—Carlos me comentó que usted sanó la rodilla de Ana con este pañuelo, ¿de dónde lo obtuvo?—. Ramiro, que había tenido tiempo para pensar en la respuesta, no se apresuró para no delatarse. Y sin importancia respondió —una clienta que se le hizo muy caro mi trabajo lo dejó por olvido hace un par de meses, ella no hizo su encargo y ya nunca regresó, ahí el pañuelo se quedó inmaculado, esperando tener un uso digno. Y ya ve, sirvió para sanar la rodilla de la niña—. Y de manera desafiante remató —¿Por qué la pregunta? Don Carlos me dijo que deseaba hablar acerca de unos muebles de la Casa Rosada, nada me daría más gusto que servir a la junta militar sin costo alguno—. Videla se quedó en silencio sorprendido por el patriotismo de este hombre. —¿Por qué lo haría gratis? ¿Nadie trabaja gratis?—
—Servir a mi patria no es un “trabajo gratis”, es un deber, es un honor—.
—Mañana lo espero, yo mismo le mostraré los muebles y le daré una breve visita, será mi huésped de honor, necesitamos más hombres con el temple y la dedicación de usted por nuestra patria—.
Videla dejó el pañuelo en la vitrina y le dijo a Carlos, —solo es un pañuelo blanco, nada más—. Ramiro no hizo caso al comentario y se despidió.
Mientras Ramiro caminaba las calles sintió el terror dentro de sí, qué bueno pensaba que en el momento de la verdad no sintió el vértigo de sus palabras ¿Por qué habría hecho tal oferta? ¿Por qué en vez de alejarse de Videla se acercaba a él? En sus cavilaciones se dio cuenta que la rabia que le invadía por la desaparición de su sobrino le empujaba a ser oídos y vista en la misma cueva del lobo, debía hacerlo por su hermana cuyas caminatas en la Plaza de Mayo eran largas y de muchas horas, y por la juventud que corría despavorida. Al mismo tiempo pensaba que debía ser más cuidadoso, quizá rentar un local para poner el taller lejos de casa dónde no hubiera accidentes de ningún tipo.
Al siguiente día, Ramiro, vestido con su traje café, llegó a su cita. Carlos y Videla lo recibieron, le mostraron la oficina presidencial, la capilla de Cristo y el salón blanco.
Ramiro miró con asombro, pero mantuvo la ecuanimidad en todo momento. Se dio cuenta que corría en él, el deseo de encontrar a los miles de desaparecidos, de conocer su suerte, temía que muchos habían muerto. Deseaba escuchar lo que en los pasillos se hablaba y dar así razón a su hermana. Deberían llamar la atención de la prensa internacional y de las organizaciones de derechos humanos. Él sería un punto muerto, en silencio trabajaría concentrándose en su trabajo mientras las personas hablaban a su alrededor.
Videla lo miraba con asombro mientras observaba el fino trabajo que el ebanista hacía; todas las mañanas de lunes, miércoles y viernes lo veía desde temprano.
—Todos los materiales le fueron dados—.
—Sí señor presidente, y de la mejor calidad, tal y como lo pedí—.
—Muy bien, usted es todo un patriota. Cuando usted y yo ya no estemos aquí, su trabajo prevalecerá. ¿Había usted, Ramiro, pensado en ello?
—No señor, pienso en el aquí, en el ahora, después dejo volar mis obras. Pero tiene usted razón, estas obras andan por siglos, lo que hago hoy, quizá termine en otras tierras, y ni usted ni yo sabremos, solo la historia. La historia es sabia—.
Videla lo mira con seriedad después del último comentario, y después de ponerle la mano en el hombro, dijo:
—Usted es sabio, Ramiro, me ha dado en qué pensar.
English Version:
THE COIN
Chapter 7
The display case under the arches of the mansion in Buenos Aires always attracted Ana. For the first time, she could not resist opening it and touching those objects. At that age, she did not know what the Mussolini commemorative medal was with the legend 1883, the weight of Maximilian, a Nazi swastika from 1944, a yellow star from the Auschwitz Holocaust from 1945, a Confederate flag from 1863, a newspaper that exalted Anastacio Somoza García from 1932, and a collection of German cross cufflinks. At that age, she did not understand the meaning of those pieces; she did not know who they referred to or who they had belonged to. The shine of Maximilian’s small gold weight attracted her. It had been two years since she had arrived home. Ana took it out of her snuff box and carefully placed it on the tip of her index finger. This was the first time she had seen it. Ana Luisa placed the coin on her finger; it was strange that a coin as fragile, thin, and light as hers, she thought, felt a significant weight.
Her mother saw her and approached her, asking her in a soft voice to return the coin to her box. Ana María—the mother—put one knee on the floor and asked her in a soft voice not to do it again, that she should not touch her father’s things. Ana Luisa nodded, apologized, and promised not to repeat such audacity. She asked her mother if she could also have her display case to collect her own objects. Ana María noticed carefully how her daughter admired her father, and that worried her. “Mom, what are all those things? They have always been there, but I have never known who those people are,” Ana Luisa asked. Ana María answered, “Unimportant people; the most important thing is that we are going to make your showcase.” At that age, little Ana Luisa asked everything, but Ana María did not have the answers that would satisfy her restlessness.
“And what are you going to put in your display case?” Ana María asked. “I don’t know, things that make me happy, that remind me of you, my brothers, my dad, the water, Mar de Plata, the birds, and that rainbow that appears in the fountain when the sun rises,” Ana María listened to the response with joy.
The next day the carpenter would arrive at Carlos’s house. Ana María wanted to give Ana Luisa her own display case as her birthday gift. The display case would be almost twin to Carlos’s and would be placed on the opposite side of the patio, thus decoratively it would be an axial, opposite, and equal image. The display case would be made of mahogany so that it would last for decades and years, perhaps centuries, as well as the objects it would house. Two years had passed since the coup d’état, and Argentina was on the eve of the 1978 World Cup; in the streets, everything was hubbub, on television, they showed all the time the national team that was preparing. Carlos was a soccer fan, and although very little television was watched in his house, he was aware of the propaganda; there was no better way to validate the military junta than with the albiceleste shirt. Ana Luisa, like her brothers, had grown up away from the screen and glued to books, but in that astral winter of 1978, the television was turned on more frequently.
Don Ramiro, the carpenter, came home; he was well known in the city for the fineness of the furniture he built. With everyone’s recommendations, he was the one chosen by Ana María. In silence, he carefully observed Carlos’s display case, took measurements, took his time to observe in detail, and drew sketches. While he read the texts that accompanied the objects in that display of the history of dictatorships, fascism, massacres, and military movements that came together in that historical piece of furniture, he felt nauseous; he wanted to vomit right there, he hesitated to continue with the order. At that moment he noticed that two green fireflies were looking at him; it was Ana Luisa who approached, “My mother told me that you would make my showcase.” He remained silent and asked her, “And what will you put in it?” A smile invaded the little girl’s face, “The happiest objects in the world, whatever reminds me of my mother, Mar de Plata, and many things that make you happy.” Don Ramiro listened to the response with pleasure, so much so that he forgot the nausea that he had felt a couple of minutes ago. Convinced by the joy of that girl, he would make a beautiful display case that would oppose the monstrosity that would be on the other side of the patio. Father and daughter, they would be two opposite worlds.
When he closed the gate of the Don Ramiro mansion, he did not want to return to that place, despite the girl’s tenderness, it was like having seen a house of terror. The next day he began to connect the dots: who was Carlos? What was a man whose wealth was distinguished in the midst of the Argentine crisis whose only enjoyment was the upcoming World Cup? Don Ramiro couldn’t stop thinking about his sister who walked in the Plaza de Mayo every day for a year when her nephew disappeared. Don Ramiro, how many times had he told his nephew Ernesto that he would leave aside his communist speeches, that he would cut his hair, his resemblance to Guevara was amazing, so much so that they called him “Che”—like everyone else—, but in his case for his resemblance to the Argentine-Cuban revolutionary. Ernesto proudly carried not only his name but also his image, and he was also a provocateur. There was no shortage of people who would ask him if his haircut was in honor of Mario Alberto Kempes, the forward of the Argentine national team. “No,” he always responded that it was because of Ernesto “El Che” Guevara. Thus, Ernesto was picked up one afternoon in 1977 from Mrs. Susana Ardiles’ house and taken to ESMA. The soldiers arrived at the door; by then there were already thousands of missing people. Ernesto did not want to leave a bad memory in his family; as soon as he saw the soldiers—as they were called at home—he hugged his mother, told her he would take care of himself, that he would take care of his sister, and he gave her a kiss on the forehead. Doña Susana’s heart tightened, her heart burst inside; she wished she had brutal strength to face that gang, she couldn’t, she just couldn’t. She allowed them to see a tear from her.
A year had already passed since Ernesto’s disappearance, and Don Ramiro did not know how to communicate to his sister everything he had seen, remaining in complicit silence was like a kick in the testicles; it hurt him with that pain that does not come out, that only suffocates. Telling her was compromising, compromising her family. He could simply decline the job, and he would know no more about that family of horror.
For a week he showed no signs of life; he did not communicate with Ana María or his sister, stuck in his workshop he occupied himself with other projects. But after a week and a half, they knocked on the door of his workshop with some force; he fell silent and paralyzed immediately when he saw Carlos in the open space of the door and Ana holding hands. Did they see the shadow of his feet moving underneath the door? Could he pretend he wasn’t there? Too late to think, the phone rang, and someone from inside the house answered it. He opened the gate. He composed his face, the tall and bent man extended his hand to Carlos and greeted little Ana with a gesture. Carlos asked to come in. Inside the workshop, Carlos looked carefully at every detail; they talked about the national team, the World Cup, Menotti, and as the minutes passed, Don Ramiro became restless. He tried to show him the wood he would use for the display case, but Carlos avoided talking about the display case; his interest was in football. Ana browsed and carefully observed each tool. “Don’t touch anything because everything is sharp,” Carlos warned her. Among the work tables, Ana tripped and got some splinters from the sawdust on the floor. Soon her knee began to bleed, not seriously, but it seemed like a scandalous trickle. Ramiro took three steps to the sink and took out a small first aid kit; he cleaned the wound, little Ana cried as she held her father’s hand. Ramiro, with a lot of experience due to the multiple cuts he had suffered throughout his career, managed to stop the blood, put gauze on it, and took out a new white handkerchief that his sister had just given him with the bordered initials of Ernesto Ardiles “E.A.” in a corner; he didn’t pay much attention, he placed it around the gauze, and secured it with medical tape. Don Ramiro, without thinking, did this entire operation; the white handkerchief surrounded Ana’s knee, and she happily watched her knee being healed by this kind man.
“There is no doubt, Don Ramiro, that you are very skilled not only with tools; in two seconds you stopped the trickle of blood,” Ramiro smiled slightly. “Ana, you will be fine, you should not wash the wound for about three or four days so that it can heal, and I cleaned it well and she is well protected,” “When will Don Ramiro have the showcase?” Thoughtful, she replied, “In three or four weeks it will be ready.” “Very well, take it yourself. Let it be four weeks. You are invited to Ana’s party, that will be her gift, I want you to be the one to give it to her,” Ramiro just nodded. Ana asked to bend down and that man with calloused hands, and he leaned like a pole, “and the handkerchief?” she asked, to which he responded, “now it’s yours.” Ana, with a smile on her pink lips, gave the hug of a small flower that embraced that bent man with its leaves. Ana was of few words, but her delicacy and tenderness filled the room that even the worst of monsters could disappear for miles.
Don Ramiro took on the task of making the display case, he cut each piece with great care, carpentry was an extension of his senses, he could feel, smell, speak with the wood, the curves and folds guided his hands, he was attentive to the details, skilled as the finest cabinetmaker of his time. Don Ramiro, wanting to enter the monster’s house. He hadn’t spoken to his sister yet, he wouldn’t for a while until he knew more about who Carlos was. The weeks passed and as the date approached he saw how the display case had already taken shape, its anti-reflective glass would allow the objects to be seen with spectacular clarity, the velvet in the background would enhance each object. His work, although it was the twin of the other showcase, had some details that distinguished it, among them a double bottom that he only knew existed. During the last week, he walked the streets and took the names that appeared in the mornings of missing young people. Those posters and sheets were soon collected by the authorities, so he disciplined himself to walk early, he made a list and on the double bottom he marked the names, they could not be seen, but anyone with a tactile sense could know that there were carved letters there, it was a form of protest, it was a way to be present in the house of a fascist, it was the way to rescue his work and guide Ana’s hands to a greater understanding, perhaps one day she would discover that lid that could be detached between two people.
The day of the party arrived, the day of delivery, the day of silent protest. Helped by two young men, they lowered the display case that was covered with blankets to avoid blows to its sides. Ana María, with great emotion, was at the gate; inside the patio, the bustle of people could already be heard. Don Ramiro, dressed in his dark suit, was ready to present the showcase. The young people entered the gate, and there were guards who checked them. They asked that they reveal the furniture; Ana María intervened and asked that they not do so. Don Ramiro, bewildered, did not understand why there were guards. Ana María led the young people, and Don Ramiro followed her. They discovered the work of art; the display case was not only beautiful, but its detailing and finishes made it shine like those two green eyes that looked at it. Ana, dressed in white, took Don Ramiro’s hand. He smiled at her, crouched down, and said, “I hope it is filled with happiness, with memories that feed your soul as Alfonsina would say:
‘What would the people say, cut and empty,
If on a chance day, out of ultra fantasy,
I dyed my hair silver and violet,
I will wear a Greek peplum, I will change the comb
By a flower band: myosotis or jasmines,
I will sing through the streets to the beat of violins,
Or I said my verses walking through the squares,
Freed my taste from vulgar gags?
Would they go look at me covering the sidewalks?
— ‘Would you go look at me covering the sidewalks?’
Ana, do you know Alfonsina Storni’s poems?” She nodded her head. There was no doubt that the girl was extraordinary. Who at the age of ten would know the poems of that great poet?
Ana, not only did she want to collect objects, but she also loved to write and read; poetry was her soul, her entire soul was poetry, and her entire soul was made up of illusions and words. Don Ramiro was the same, not only was he a carpenter, but he was also a poet; he wrote every day, he collected in small notebooks his verses that had never been read by him.
“Don Ramiro, do you like poetry?” He smiled and nodded. “I like to read it, and I try to write it.” Ana smiled and said, “Me too. I want to be a writer when I grow up.”
Ana asked him to lift the glass lid, and with her white hand, she took out of her bag the white handkerchief with the beautifully embroidered initials of E.A.
Before placing the handkerchief, which Don Ramiro was surprised to see, a hand came between the display case and Ana; it was the hand of General Jorge Rafael Videla. Don Ramiro looked up and stood still as if he had seen the devil himself. In front of him was the head of the military junta, the dictator himself.
“What is this?”
“My birthday gift,” Ana answered.
“A white handkerchief?”
“No, the display case.”
“And the handkerchief, who gave it to you? What do the letters E.A. mean?”
Ana María watched as Videla himself interrogated his little daughter, while Don Ramiro was serious, non-existent, in total silence.
Ana María intervened to tell the general that dinner was ready. Videla finished the interrogation.
“Don Ramiro, dinner is ready for you too, you are one of our guests.”
“You shouldn’t, I’m just a carpenter, and you have very distinguished guests.”
“For us, it would be an honor to have you, right Mistress?”
The little girl took Don Ramiro by the hand, and they walked inside the house, but first, Ana put the white handkerchief in the display case, that was her first object. An object that would remind her all her life of the day she met Don Ramiro and the day those two calloused artist’s hands healed her knee.
Videla at the table looked inquisitively at Ramiro, who was laughing with the girl.
“Carlos, where did you meet the carpenter?”
“General, recommended as the best cabinetmaker in the city, his work is magnificent.”
“I want you to ask him to come to the Casa Rosada tomorrow; we need to repair several pieces of furniture, Perón’s time also took its toll on the inside.”
Ramiro, who was looking to get out of there as soon as possible, silently said goodbye to the girl and Ana María. Carlos put his hand on his man and said, “Not so quickly, the general wants to meet you.” Ramiro, who felt cold, a cramp ran through his body, he paused and responded affirmatively with a gesture.
Videla fixed her gaze on Ramiro, who was in the patio, on one side of the display case.
“Magnificent piece of furniture that you have made,” Videla commented.
“Thank you, my general,” Ramiro replied.
Videla took the white handkerchief in his hands. Ramiro avoided looking at the handkerchief.
“Don Ramiro, Don Ramiro, it seems to me that you are more loved than I in this house. Is it like that?” Ramiro silently thought about his response. “Of course not, you are the benefactor of the entire republic, you have rescued us from the red menace, from youth disorder, and you have not put yourself before the world to show the greatness of our country.”
Videla listened at first seriously and then with approval to Ramiro’s words, so much so that he forgot about the handkerchief for a few seconds.
“Carlos told me that you healed Ana’s knee with this handkerchief, where did she get it from?” Ramiro, who had had time to think about the answer, did not rush so as not to give himself away. And without importance, he responded, “A client who found my work very expensive left it out of forgetfulness a couple of months ago; she did not order it and never returned, there the handkerchief remained immaculate, hoping to have a decent use. And you see, it served to heal the girl’s knee.” And defiantly he finished, “Why the question? Don Carlos told me that he wanted to talk about some furniture from the Casa Rosada, nothing would give me more pleasure than serving the military junta at no cost.” Videla remained silent, surprised by the patriotism of this man. “Why would I do it for free? Nobody works for free?”
“Serving my country is not a ‘free job’; it is a duty, it is an honor.”
“Tomorrow I’ll wait for you, I myself will show you the furniture and give you a brief visit, you will be my guest of honor, we need more men with your temper and dedication for our country.”
Videla left the handkerchief in the display case and told Carlos, “It’s just a white handkerchief, nothing more.” Ramiro ignored the comment and said goodbye.
As Ramiro walked the streets, he felt the terror inside him, how good he thought that at the moment of truth he didn’t feel the vertigo of his words. Why would he have made such an offer? Why, instead of walking away from Videla, did he approach him? In his musings, he realized that the rage that invaded him for the disappearance of his nephew pushed him to be heard and seen in the same wolf’s cave; he had to do it for his sister, whose walks in the Plaza de Mayo were long and lasted many hours, and for the youth that ran in terror. At the same time, he thought that he should be more careful, perhaps renting a place to set up the workshop far from home where there would be no accidents of any kind.
The next day, Ramiro dressed in his brown suit arrived at his appointment. Carlos and Videla received him, they showed him the presidential office, the Christ Chapel, and the white room.
Ramiro looked in amazement but maintained equanimity at all times; he realized that the desire to find the thousands of missing people ran through him, to know their fate, he feared that many had died. He wanted to listen to what was being said in the hallways and thus prove his sister right; they had to draw the attention of the international press and human rights organizations. He would be a dead center, he would work in silence, concentrating on his work and the people talking around him.
Videla watched with amazement the fine work that the cabinetmaker did, every Monday, Wednesday, and Friday morning he saw him early. “All materials were given to him.”
“Yes, Mr. President, and of the best quality, just as I requested.”
“Very good, you are a true patriot. When you and I are no longer here, your work will prevail, have you thought about that?”
“No sir, I think about here, now, then I let my works fly. But you are right, these works go back centuries, what I do today may end up in other lands, and neither you nor I will know, only history. History is wise.”
Videla looked at him seriously after the last comment, and after putting his hand on his shoulder, he said, “You are wise, Ramiro, you have given me something to think about.”
Obed Arango Hisijara
Obed es mexicano, ciudadano de la América Latina, artista visual y antropólogo. Director de CCATE y profesor de University of Pennsylvania.
Selected Works by Obed Arango:
La Moneda (I-III)
La Moneda (IV)
La Moneda (V)
La Moneda (VI)
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