por Obed Arango Hisijara
CAPÍTULO V
Miró la moneda la puso sobre su dedo, qué raro no era ya una pluma en el viento, tenía peso y podía sentir la textura de la misma, quizá habría que limpiarla, pensó Don Porfirio. El General Porfirio Diaz llevaba tan solo algunos días de viudo y pasó las manos por la sabanas de seda, y se imagino hacer el amor a su emperatriz, Carlota no merecía al señorito de Maximiliano, ella merecía a alguien como él, un verdadero gobernante. Porfirio Díaz tuvo que afirmar su virilidad en una mujer joven 34 años menor que él, Carmelita Romero Rubio, hija del ideólogo reformista, y ahijada del gran Miguel Lerdo de Tejada. Pero ni quien fuera su suegro, ni el gran Miguel tuvieron los bríos de él, las ideas sí, pero los brios no. Díaz se imaginaba montar a una yegua en esa cama, ella sobre sus rodillas y codos, mientras el pene de él crecia y buscaba abrir el cerrojo de su sexo con arremetidas por detrás, sus manos en la cintura de ella, y ella con gemidos, con gritos, él con sus manos fuertes y calludas de tanto tomar las riendas, montaba a Carmelita en la cama de Carlota. ¿Cómo sería hacerle el amor a una emperatriz? Carlota venía a los sueños de Diaz todo el tiempo en sus delirios de poder y de sexo.
Díaz tenía necesidad de ser el hombre más viril de México, la verga que todas las mujeres desearan, una verga dura y gruesa que ellas sintieran cuando las penetrara. Si él hubiera podido caminar desnudo para que los súbditos alabaran su sexo, lo hubiera hecho, pero no podía confiar en nadie, solo en las palabras de Carmelita, que siendo joven lo alababa, le era fiel, y le acariciaba el sexo como nadie lo había hecho. Carmelita traería el lado amable de su dictadura, siguiendo los pasos de Carlota, Carmelita se acercó al pueblo, fundó la Casa de las Obreras, con las esposas de los miembros del gabinete y de los gobernadores crearía iniciativas de caridad, sin saberlo Carmelita marcaba el camino de las consortes de los presidentes de México: ser la primera dama, esas primeras damas dóciles, bellas, inalcanzables, listas para satisfacer al presidente y para endulzar a la republica, afirmadoras del machismo, y precursoras del marianismo. La presidencia desde los tiempos de Díaz quedó negada para las mujeres. Para Díaz fue la afirmación en el poder como un hombre fuerte, duro y deseable.
Cada vez que Carmelita y Don Porfirio hicieron el amor en esa cama imperial, él miraba la techumbre exhausto y se sabía un rey. Mientras tanto en su patria el dinero fluía, pero no para todos. Diaz afianzado en la silla, invitó a empresas mineras para explotar las montañas de México ricas en metales preciosos, construyó una red ferroviaria que agilizaría el traslado en el país, buscaría fortalecer a las clases urbanas, y desde ahí tener el control, el centralismo como método de la dictadura. Diaz gobernaría con mano dura, a sus opositores los desaparecería o los encarcelaría, su palabra era y debía ser final. Cualquier intento de rebelión era apagado, aplastaba con fuerza excesiva para enviar un mensaje a los rebeldes. ¿Quién se iba a oponer a él? Tan solo Carmelita lo controlaba en la cama, lo tranquilizaba, lo apaciguaba. Ella, joven inteligente e intrépida encabezó varias iniciativas sociales a las que él cedió.
— Me gusta estar en silencio contigo Ana, porque en silencio nos escuchamos, sentimos nuestras presencias–. Pensaba cuando juntos en su cuarto, en la casita de la calle segunda de Old City, trabajamos nuestras tesis. Yo le haría un café para cuando ella despertara, a mi siempre me ha gustado madrugar, para cuando ella abría los ojos, yo llevaría un par de horas escribiendo. Sus ojitos de luciérnagas verdes despedían ternura, me pedia que pusiera mis manos en su rostro, que la acariciara y le diera un beso. Me abrazaría de la cintura y me diría, “metete un rato a las cobijas conmigo”. No me resistiria. Ahí haríamos el amor de manera quedita, casi en silencio. Dormimos para detener la vida y la existencia, el sol y los planetas. Con el sol en la ventana sin avanzar, decidimos cuando iniciar nuestro día. Con café en mano, ella revisaría sus papeles, nos habiamos propuesto dedicar tres horas a la escritura de la tesis. Cada uno en lo suyo, el silencio como música, las ideas de ella saldrían en murmullos, por momentos ella me haría una pregunta o leería un párrafo para tomar mi opinión, yo haría lo mismo. Entre Ana y yo, no solo había sexo, jugueteo o risa, había muchas otras maneras de amarnos, era un amor intelectual que nos estimulaba, que nos engarzaba, que nos acompañaba. Aprendía yo de ella, y ella aprendía de mi. — somos pareja porque caminamos parejo–. Ella decía.
— A mi no me importa Ernesto que tu bisabuelo haya sido una leyenda, el hombre más macho de México, no me impresiona, porque hombres impresionantes de la historia también han corrido por la mia–. Cuando ella hablaba así, yo quedaría en silencio, era mejor no moverse, ni para la izquierda, ni para la derecha, cualquier acto mio, cualquier comentario mio, cualquier replica mia sería puesto en el paredón. Después como si ella supiera lo que pensaba, me diría, — ya puedes decir algo, me impresiona tu sabiduría para saber cuando quedarte en silencio, la mayoría de los hombres se incomodarían, me intentarían domar, controlar o de plano me abandonarían, pero tú no eres así–, remataría con una sonrisa y me ordenaría que la besara debajo del cuello y me señalaría dónde. — ¿Ernesto, crees tú que toda relación sexual es un acto de poder?– me quedaría en silencio. Después de unos segundo ella me repetiría la pregunta y yo le contestaría, — ¿no te has dado cuenta que juntos hemos descubierto nuestros seres? ¿que juntos enfrentamos nuestros miedos y temores? ¿que juntos cuando nos desnudamos nos vemos cómo somos y nos afirmamos porque nos amamos? Entre tu y yo, no hay poder que mande mas que el lenguaje que entendemos que es el de amarnos. Se que esto suena ingenuo y cursi quizá, porque en toda la literatura que leemos nos hacemos criticos del poder, de los sistemas, de la historia, y llegamos a pensar que eso trastoca nuestra esencia, y casi afirmaría que así es, que es inescapable. Pero algo ha sucedido entre nosotros, quizá único, quizá inexistente para muchos, quizá pocos lo hayan vivido, que una relación profunda y viva por el amor dejar el poder a un lado para entregarse plenamente. Pienso ahora que no todo es la insoportable levedad del ser de Kundera. — ella me veía con sus ojos verdes mientras hablaba y al finalizar me abrazaría y diría: –Ernesto, entonces sígueme amando, no me dejes de amar. Y si un dia nos separamos, si alguien me arrebata de ti, vuélveme a pedir que sea tuya, que seamos, no te des por vencido, prometemelo, que aunque te rechace, me buscarás. Y por favor prometeme que no te vas a morir–. Yo se lo prometí.
Cuando Ana y yo hacíamos el amor, también nos descargamos de la historia de nuestros antepasados, era como si en la caída de las ropas, la historia se fuera con ella, no importaba quien había sido mi abuelo o su padre, quienes representaban polos opuestos.
Cuando terminamos, y nuestros cuerpos descansaban abrazados, ella me hablaría recostada en mi pecho y me diría, — cómo quisiera que este momento fuera eterno, que no terminara, que descarguemos nuestras historias, y que nuestro pasado fuera esta realidad que no existiera. — lo es.– le contestaría, somos eternos, nuestras esencias lo son, y a nosotros preceden grandes amores, lo nuestro habita ya en la eternidad. Y ella haría una pequeña pausa, me daría un beso. Y diría, — sí, tienes razón, en este momento lo es, y no quiero que termine–.
Ambos cerramos los ojos y sentiriamos nuestros pechos juntos con un palpitar unido, juntos como un solo ser caeríamos en un sueño profundo, entre nosotros no había control, no era Porfirio y Carmelita, era Ana y Ernesto; era todo un misterio ontológico.
Han pasado seis meses, y no hay señales de ti Ana, te desvaneciste, hago mis maletas para Argentina, quizá estes allá, porque mi ser se fue contigo Ana. No se quien soy, no siento nada, es como si caminara sin sentir el piso, comiera sin gusto, viera el cielo sin notar las nubes, soy un espectro. ¿Y la moneda? La moneda sigue ahí en su caja de rape.
Obed Arango Hisijara
Revolucionario
Obed es mexicano, revolucionario, ciudadano de la América Latina, artista visual y antropólogo. Director de CCATE y profesor de la Universidad de Pennsylvania.
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