por Obed Arango Hisijara
CAPÍTULO IV
La colocó en la punta de su dedo índice e hizo una mueca, y dijo a quienes le acompañaban, — muy fina y elegante moneda, fue un emperador de papel, nunca logró sentarse cómodo en su trono, esa fue la clave del triunfo, no le dimos tregua, sabiamos que los franceses tarde o temprano le retiraría el apoyo. Escúchenme bien, el poder asi se obtiene y así se preserva, no hay que dar tregua al enemigo–. Devolvió la moneda a su caja de rape. El cuarto estaba tal cual Carlota lo había dejado. Después del triunfo de Juárez, El Castillo de Chapultepec se preservó con los grandes lujos con el que fue decorado. Juárez fiel a la austeridad republicana que sostuvo, despachó en Palacio Nacional y vivió en su casona de la colonia San Rafael, su sucesor Sebastian Lerdo de Tejada siguió el ejemplo de Juárez, e incluso inauguró un observatorio en el Castillo, pero igual no tocó las piezas de gran lujo, ni los cuartos. Pero Don Porfirio, no creía en la austeridad: Audaz, ambicioso, disciplinado, duro de carácter, despiadado con el enemigo, profesaba un amor profundo por México, pero no por el México que se descubría frente a sus ojos, sino por el México de su imaginación, un México que cada vez se pareciera más a Europa, a la Francia de sus sueños, y menos a los Estados Unidos. Así, Don Porfirio acomodó de manera intencional a sus habitantes en castas, favorecería a ciertos grupos, haría paz con otros, preservó el poder de quienes era necesario tener a su lado y explotó a quienes de manera indefensa no podían clamar por su vida. Silenció a quien interfirieron en su camino. Así se crearon las clases sociales poscoloniales de México, la clase política, la clase científica, la clase universitaria, la clase empresarial y comercial, la clase religiosa, estas quedarían intactas, y se verían beneficiadas siempre y cuando besaran el anillo del dictador. La modernización de México no sería gratis, se requerían manos y pies que lo levantaran al mínimo costo, estas serían las clases obreras y campesinas, México bajo Diaz vivió un sistema de esclavitud moderna. Quienes nacían en cuna pobre, morirían en la misma condición, y quienes tenían la fortuna de nacer en una de las clases empoderadas se moverían y navegarían entre ellas, el mismo sistema les protegería, pero la inmensa mayoría de México era pobre, y lo sigue siendo. Don Porfirio resumía un siglo de luchas en un modelo dictatorial en el que se conjuntaba la corrupción, el poder, y la modernización de un país. Cómo si Don Porfirio fuera conocedor de Hegel, sintetizaba los opuestos y la historia en si mismo, y sin saber, Don Porfirio marcó el camino y puso el ejemplo, él creo el modelo para toda la sarta de dictadores que albergaría la América Latina del siglo 20.
Recuerdo que le dije a Ana cuando reflexionamos juntos en el tema — Niña, en Porfirio Diaz está la clave. Para entender a la junta militar que tomo tu patria, para entender a la línea de dictadores que se han impuesto–.
Don Porfirio decidió atesorar la moneda, – esa misma moneda que veo en mi mesa de dibujo–, él la valoró como una de sus pertenencias más preciadas, quizá como un recordatorio de lo efímero que puede ser un mandato cuando lo que se desea es marcar el rostro en una moneda. Pero lo de él no eran moneditas, sino dejar grandes construcciones faraónicas de las cuales hablarían siglos después.
— Todos estamos llenos de contradicciones Ernesto–. Me comentaba Ana mientras caminábamos al final de nuestra clase de “Historia de literatura latinoamericana”. — Así es, la pregunta es cuales son las nuestras y que tan terribles son. La pregunta es si habrá manera de sintetizarlas, reconciliarlas y hacer paz con ellas. La pregunta es el costo de las mismas–. Caminaremos en silencio por unos minutos por el paseo Locust que con sus robles en otoño crean una belleza multicolor, rojizos, magentas, verdes, y oro se posan sobre nuestras cabezas, mientras cruzamos el campus de la Universidad de Pennsylvania ignorábamos a todos quienes nos esbozaban una sonrisa que nos miraban como si fueramos brisa en el viento. Absortos uno en el otro, y tomados de la mano mostramos al mundo nuestra intimidad, nuestras palmas unidas era sanidad para nuestros corazones, para nuestra historia, sentirla a ella me hacía sentir vivo. Penn, como le llamamos de cariño, es un campus histórico de la primera universidad Ivy League del país que se ubica en el centro oeste de Filadelfia y en el que nuestras huellas e historia dejaban marcas leves imperceptibles en el adoquín histórico, recorríamos el campus siempre con alegría, nos daba paz estar juntos ahí, Penn se convirtió en un descanso para nuestros espíritus atormentados. Algunas veces entre los pequeños jardines que embellecen los laberintos del campus, buscábamos una banca, nos esconderíamos de todos, y buscaríamos la oportunidad para besarnos como si estuvieramos en uno de los parques de su natal Argentina o en la alameda central de la Ciudad de México, los labios de Ana eran suaves, los sentía en mi, su aliento me llenaba de vida, reíamos y platicabamos en la intimidad. Ella pausaba y nos veríamos a los ojos y después continuaremos en un beso largo e inacabable como si fueramos un par de adolescentes que recién salían de la secundaria. Ambos adorabamos este campus universitario y lo sentíamos nuestra casa y nuestro refugio, nos estimulaba caminar frente a esos castillos educativos de piedra verde como: “The Houston Hall”, o el Castillo Rojo: “The Fisher Library”. Pero aun así ambos extrañábamos la libertad de nuestros jardines. Ana sabía a lo que me refería cuando después de unos momentos de anidarnos en un beso y un abrazo, sentados, rodeados de libros, y con mi cámara fotográfica al hombro, le decía, — qué fuera este el campus de Ciudad Universitaria y sus benditas islas donde se practica el deporte nacional–. Ana soltaría la carcajada, y diría — se a lo que te refieres… a echar novio–. Y continuamos besándonos ante la mirada de desaprobación de otros estudiantes que caminaban y descubrían nuestro rincón, no faltaba quien nos dijera: “Get a room”, — ¡Ah, benditas islas–. Respondería yo en español. Ana me picaba las costillas de manera picara y decía: – no te metas en problemas– reiríamos juntos y continuaríamos nuestro jugueteo eterno. Así es, a Ana la amo con ese amor eterno que solo se le puede profesar a una persona en esta vida, y ella era esa persona.
Obed Arango Hisijara
Obed es mexicano, ciudadano de la América Latina, artista visual y antropólogo. Director de CCATE y profesor de University of Pennsylvania.