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RevarteColectiva

La Máquina De Coser De Mamá (I)

RevarteColectiva · January 12, 2023 ·

por Rosalba Esquivel Cote

“Esta historia está dedicada a mi mamá y a todas las mujeres, madres, amas de casa, trabajadoras, creativas, e incansables seres dispuestas a luchar por amor, y encontrar una solución aun cuando otros piensen que ya no hay que solucionar”

  1. Introducción

¡Paaaz! Un sonido fuerte y seco se dejó escuchar en aquella habitación, cuando su puño impactó el mueble de su máquina de coser.

Kate era una madre que se mostraba como una mujer de mediana edad, delgada, pero de fuerte complexión, de cabellos finos, castaños con una permanente que le cubría hasta su nuca. Ella se encontraba sentada de frente a su máquina de coser, la cual golpeó para luego llevarse las manos a la cara como buscando ocultar su frustración frente a su hija Rose, una niña de 10 años que la veía con preocupación desde un pequeño banquito de madera donde se encontraba sentada pegando botones a una blusita de muñeca.

Su hija era la primogénita, una niña chiquita, flaquita, de tez blanca, cachetona y con cabellos “pelos de elote” como le decía su mamá. Se caracterizaba por ser muy sensible, pensativa, de carácter tranquilo y aparentemente débil. Cuando no estaba haciendo tareas de la casa o de la escuela, pasaba la mayor parte del tiempo dibujando o leyendo viejos libros de cuando su padre iba a la escuela. Ella era la más apegada a su mamá, a quien la obedecía en todo y trataba de ayudarla en todo lo que podía.

Con sus ojitos tristes, la niña miró como las manos de su mamá recorrían con fuerza su cara, su frente, por arriba de su cabeza y hasta la nuca. Observó como Kate apoyó los codos sobre el mismo mueble, con sus manos por detrás del cuello y su mirada hacia abajo. La madre se veía derrotada. No sabía qué hacer. ¿Se habría dado por vencida?

Ella se encontraba en casa, trabajando en aquella vieja máquina de coser que le había regalado su mamá para tener una fuente de dinero extra, pero esa noche, la máquina de coser había dejado de funcionar, las ruedas y las agujas se movían, pero los hilos no se insertaban en la tela.

Desde hace tres años, Kate trabajaba confeccionando vestiditos de muñeca para Doña Jovita, una mujer alta y flaca de 50 años, que aparentaba mayor edad por la cantidad de canas, y arrugas que mostraba; amable pero exigente con sus maquiladores. Esta mujer y su esposo tenían una fábrica de muñecas, llamada “Muñecas La Lupita”, preciosas muñecas fabricadas con plástico de vinil, huecas, suavecitas. 

Cabeza, torso, brazos y piernas se ensamblaban manualmente. El cabello era diferente en cada modelo, podía ser largo o corto, con trenzas o suelto, rubio, castaño o negro. La carita era muy dulce, con ojos grandes, pestañas largas y espesas, y una boquita que asemejaba un corazón escarlata. Las “Lupitas” median 30 cm de alto y de complexión gruesa, nada que ver con las flacas llamadas Barbies.

Recientemente, el matrimonio empresario había logrado un jugoso contrato con una importante juguetería gringa transnacional para vender mil de sus muñecas, que se distinguían por vestir trajes típicos mexicanos, de los cuales Kate confeccionaba la vestimenta más popular del estado de Veracruz: “La Veracruzana”, que constaba de una falda circular, rematada con fruncidos holanes. La blusa, aunque era sencilla, mostraba un bello holán triangular que caía desde el cuello. Todo elaborado con fina organza blanca, adornado con un babero corto de satín negro bellamente bordado con un ramo de claveles rojos.

Kate había trabajado en ellos toda la semana, pero no pudo avanzar mucho debido a que, en esa semana su pequeño hijo Rodri de cuatro años, y quien padecía de bronconeumonía, había tenido otro ataque de asma, y habían tenido que llevarlo al hospital, para luego atenderlo en casa con muchos cuidados.

Las muñecas que representaban los 32 estados de la República Mexicana tenían que ser entregadas por la tarde del día siguiente, domingo, a Don Gary, dueño de la juguetería. Así que Kate tenía que entregar sí o sí ese pedido tan importante de vestiditos. Ella era parte sustancial de aquel equipo de trabajo del cual dependía no solo de que el negocio tuviera éxito, sino de que ella mantuviera su fuente de trabajo, tener dinero para los gastos de esa semana, y sobre todo para cumplir con una promesa y hacer realidad la ilusión de su pequeño hijo Rodri.

Ante tal emergencia, la madre esperaba con ansia a que Jorch, su esposo, regresara muy pronto del trabajo y le ayudara a arreglar la máquina de coser, y así seguir cosiendo los vestiditos de muñeca; sin embargo, no imaginaba lo que estaba por pasar; Doña Rebe, su vecina, tocó a la puerta para darle un mensaje que la dejaría fría.

Por aquella época el teléfono en casa era un lujo que por el momento la familia no se podía dar, así que Doña Rebe, quien sí tenía teléfono pasaba los recados no solo a ellos sino a otras familias del vecindario, eso sí, siempre y cuando no fuera muy tarde. A cambio la vecina recibía 5 o 10 pesos en “agradecimiento” por el favor.

El mensaje decía “Kate, surgió un problema en la fábrica, tendré que quedarme a trabajar hasta tarde tal vez toda la noche. Espero llegar a tiempo para llevar los vestiditos a Doña Jovita”. Kate sintió un golpe en el estómago, dio las gracias a la vecina, cerró la puerta y también los ojos, y se quedó ahí inmóvil por un momento.

La madre se sintió desprotegida, una serie de preguntas atormentaron su cabeza: “¿Qué habrá pasado en la fábrica?, ¿Jorch estaría bien?, ¿peligraba su empleo?, y ahora, ¿quién me ayudará a arreglar mi máquina?, ¿de verdad llegará a tiempo para entregar los vestiditos?”. Su desesperación fue mayor.

Kate, sintiendo mucha preocupación entró a la casa lentamente, así como si su cuerpo pesara toneladas y fuera difícil de mover, fue a la recamara donde se encontraba Rodri y su otra hija: Mary; una pequeña de ocho años, que, a diferencia de su hermana, era de tez morena y lucía unas hermosas y largas trenzas de cabello negro brillante, que competían con las espesas pestañas que adornaban sus expresivos y grandes ojos negros. La niña era quien cuidaba de Rodri mientras su mamá cosía. Ambos se encontraban profundamente dormidos. Él se encontraba abrazado a su dinosaurio de trapo, mostrando una leve sonrisa como imaginando ver cumplida su promesa. Una promesa que estaba a punto de romperse y de romperle el corazón.

Su madre besó a los dos, y se dirigió a la cocina para preparase un café, tal vez después de un buen sorbo calientito se sentiría mejor y podría encontrar una solución ante tal dilema. Cuando llegó a la estufa vio con sorpresa que Mary, había dejado la cocina ordenada, no había traste sucio en el fregadero y la mesa estaba limpia. Eso la hizo esbozar una débil sonrisa de gratitud y ternura. La niña lo había hecho para ayudar a su mamá también, para que tuviera la menor distracción, y así terminar de coser los vestiditos.

Kate calentó agua en un pocillo de peltre, vació el líquido en un jarro de barro rojo decorado con flores azules y blancas, su favorito, agregó Nescafé y un poco de azúcar. Mezcló con una pequeña cuchara por varios minutos, con la mirada perdida mientras movía y movía. Sólo se escuchaba el trilín trilín del choque de la cuchara con el jarro. Aunque fue un momento de ansiedad y de desesperación, también lo fue de crecimiento y superación. Un momento que reclamó pensar, y también para rezar.Con su café en mano, la madre regresó a la habitación donde se encontraba Rose y la máquina de coser. Aunque la niña se veía cansada, aún seguía muy concentrada pegando botones. La madre se quedó inmóvil un rato, como si su alma se hubiera desprendido de su cuerpo, no parpadeaba, no decía nada. Miraba fijamente el esfuerzo que su hija dejaba en cada zurcido. De pronto, tras ese momento de profunda reflexión, y como si hubiera recibido una descarga eléctrica, levantó sus grandes ojos café oscuro y como mirando pasar una película en el aire dijo: “No tengo otra opción”. Con gran determinación, puso su jarro sobre la mesa, se remangó las mangas de su suéter y decidió resolver el problema.

Rosalba Esquivel Cote

Rosalba es mujer, mexicana, microbióloga, maestra, aprendiz, y artivista. “¡Deja que tus gritos se lean!”

    La Última Cena (I)

    RevarteColectiva · January 9, 2023 ·

    Foto por Obed Arango

    Por Aura R. Cruz Aburto

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    Maestro es el que te cambia la vida

    Un cuadernito pequeño que cabe en tu bolsillo para que nunca falte donde dibujar. Una camisa sencilla, dispuesta para portar tu metálico portaminas. A pesar del humo, lo recuerdo muy bien: la pequeña “bitácora” era más grafito que celulosa, así de lleno estaba tu librillo, así de pletórica también tu historia. Llena, no de objetos, sino de fuerzas del espacio, del paisaje y de rastros de los encuentros vitales. Era un cuaderno que, una vez abierto, parecía respirar y latir.

    Las pastas de un negro cartoncillo rugoso, sin mayor detalle, desaparecerían consumidas por el calor del horno. El sabor a grafito y el del carbón acabarían mezclados, pero el sabor de tu vida sería imperdible: acabaríamos mutando contigo: parecería que las fuerzas ahí capturadas se infiltrarían a nuestros torrentes sanguíneos. Fue en esa cena tan imprevista cuando me llevé el primer bocado porque, perdóname, ya te habíamos esperado demasiado y “moríamos” de hambre. Lo sabes bien, todo lo que no consume, lo que no se consume, paradójicamente mata y muere.

    Obviamente, el sabor de esa “cochinita pibil” era digno de dioses. Es más: NUNCA, ni en tus mejores fiestas, había saboreado algo tan singular e inolvidable. Tan inolvidable, tan singular como tú mi maestro querido, mi loco maestro.

    Todavía recuerdo muy bien el día que te conocí. Me habían hablado mucho de tí, decían que eras el mejor pero también contaban la cantidad de improperios y groserías que solías proferir. Por ello, a decir verdad, tenía entre miedo, desconfianza y sí, hay que decirlo: fascinación por conocerte. 

    Ese día, enterada de la muerte de mis más queridos profesores de la adolescencia, me sentí huérfana. Hundida en mis cavilaciones tristes, de pronto tu histriónica voz me capturó cuando, en medio de esa sala de museo nos narrabas una historia sorprendente de fuerzas y de experiencia encarnada cristalizadas en el Danteum de Giuseppe Terragni al que nos convocarías a dibujar mientras tú lo hacías con toda vitalidad. En ese momento lo supe, habrías de cambiar mi vida, aunque nunca pensé que pasaría de la manera en que sucedió años después.

    La llamada

    Recuerdo muy bien la llamada convocando a tus discípulos (¿tus favoritos?). No era inusual que nos llamaras, lo normal es que cada tanto lo hicieras y, si estábamos de humor para “abrirnos a lo inesperado” –lo que siempre incluía momentos difíciles y uno que otro insulto– acudiríamos a tu encuentro. Sólo que aquella vez, la razón de tu convocatoria sería completamente inimaginable y, justo por eso, su desenlace también. Quién iba a imaginar que tú, el maestro, y no nada más un profesor, serías despedido de la universidad a la que le habías dado tu vida. Aunque es cierto, siempre con tus excesos, con tu vida que no entendía de límites ni fronteras, y tampoco de eso que convencionalmente llamamos respeto, muchos que no te conocieron podían entenderlo y respaldarlo perfectamente. Pero para nosotros –aquellos a los que habrías (de)formado– sería inconcebible, y justo nosotros, los más (de)formados, seríamos los que iríamos a tu encuentro. Aún así, nunca pensé que terminaría por ser tan inaudito: siempre supe que nos habrías cambiado pero nunca entendí hasta dónde harías llegar tu legado.

    • Buenooo, ¡¿dónde andan… cabronazs?! 

    Jajaja, siempre tan refinado tú querido Master. Aunque hablaras del veintiúnico teléfono público que quedaba en la ciudad y cuyo número obviamente no tendríamos registrado, eras inconfundible: siempre haciéndonos enojar y reír al mismo tiempo. Después de tan “amorosa” entrada, ja, nos contarías inmediatamente que te habían corrido de la universidad. Nosotras, lejos de cualquier ecuanimidad, saltaríamos enojadísimas al saber semejante noticia: ¡¿Cómo era posible?! Sin embargo, alejado de tu habitual tendencia al saboreo del chisme –lo cual nos intrigaría supremamente–, evitarías dar más detalles y nos citarías en esa azotea “mágica” de la Torre que hacía no mucho tiempo Adalberto, el ¡Maesztro K!, habría inaugurado… una obra maestra, por cierto. Para lo que sí te tomarías el tiempo, sería para decirnos que teníamos que ir preparadas, como siempre, para dibujar: no nos podíamos llamar arquitectas sin estar dispuestas a capturar la genialidad del “Maestro K” como se aprende en arquitectura: dibujando, siempre dibujando… iríamos preparadas pues. Lucy, ataviada de colores neutros y elegantes, llevaría una refinada bitácora negra y un bello portaminas color gris plata. Yo, Alba, llevaría una bitácora un poco más grande (siempre me quedaban grandes mis cuadernos tomando en cuenta mi estatura), un portaminas estándar color azul –eso sí, con una mina 8B, porque siempre me ha gustado rayar con fuerza– y una pequeño kit de acuarelas que tenía desde la escuela: nunca me habría adaptado a los imperativos minimalistas monocromáticos de los elegantes y neutros arquitectos. En ese sentido, Lucy, aunque crítica, inteligente y sin duda sensible, siempre había sido más atenta a tus imperativos. Yo, aunque creo tu fan número uno, no soportaba alinearme a esos mandatos cargados de sofistificación y elitismo que, ay querido maestro, cómo te encantaban: ya sabes, eras descendiente de “la casta divina”… ¡payaso!

    La torre rota

    Después de un recorrido en el pesado tránsito de esta ciudad, llegamos a la famosa Torre descendiendo por una supuesta vía rápida que, en esta metrópoli, estaba ya muy lejos de serlo. Al llegar, era inevitable que Lucy y yo recordáramos lo que pasó cuando conocimos al Maestro K, cuando generosamente nos lo presentaste.

    En un día cualquiera de verano, fuimos a comer a uno de tus lugares favoritos: ¡claro, una cantina! ¿dónde más? Para entonces yo ya estaba completamente trastornada por tí querido Master, nunca había conocido a un loco tan vital, nunca alguien con un entusiasmo tan absoluto por vivir. Es cierto que estabas loco, que eras un grosero y que extralimitarte era tu modus vivendi y, hoy en día, que está tan en boga juzgar desde las supuestas superioridades morales, habrías sido, sin duda, despellejado vivo –obvio metafóricamente, porque ¡¿qué ser decente se atrevería a de verdad arrancarte un pedazo de piel?!–  Lo que falta a esta visión actual tan moralizante es captar la fuerza viva que sólo algunos tienen para implicarse en y con la vida: son los que nos enseñan a amarla a pesar de todo. Son los que también ejemplifican lo que es arriesgarse: lanzarse al abismo, no sin miedo, mas dispuestos a encontrar lo imprevisto. Pues ese día, decidiste compartirnos otra de esas fuerzas vitales, al maestro K, el querido y extraño Adalberto. 

    Aquel día, Adalberto llegó con sus ojos siempre exageradamente abiertos, todo vestido de negro. Podría decirse que me imaginé que una sensación similar debía haber provocado Johanes Itten en la afamada escuela Bauhaus: un espécimen extraño, un tanto antisocial pero tremendamente atrayente, especie de mediums de las fuerzas de la vida –ese tipo de personas (genios les llaman) que involuntariamente expresan algo que les excede y que, incluso, a veces ni siquiera comprenden del todo. 

    Ese día la plática discurrió, también las cervezas y los tequilas. Finalmente, recuerdo vagamente que Adalberto reía burlonamente, aunque a la vez enternecido, porque me escuchaba llamarte “Master”… ahí se le ocurrió llamarte “Master… of disaster” –excelente nombre, como aquella canción que aprendí muchos años después “My suitor”. 

    Creo que le caímos bien, nos invitó, no sin que tú lo orillaras, a que trabajáramos para él. Así, unos días después nos presentamos en su oficina y comenzamos a laborar para el que, sin lugar a dudas, era el mejor arquitecto vivo de México. 

    Llegar a la oficina fue completamente alucinante, nunca había presenciado lo sublime hecho obra viva: modelos de plastilina y corrugado, perspectivas fascinantes no trazadas finamente, sino pintadas con toda fuerza, maquetas gigantescas de torres obeliscos… y un gran mapa de la Cuenca del Valle de México rayoneado obsesivamente para volverlo a su ser-lago. Estoy segura que hasta el más ajeno y flemático querría ser arquitecto al presenciar una obra de esa fuerza. Y es que Adalberto no diseña edificios, el espacio está vivo, se mueve, es eso otro que nos mira cuando él lo proyecta. Así es la Torre a la que llegaríamos a cenar el día de tu llamado Master, tanto como esa Torre maqueta que rompimos en el día de nuestro debut en la oficina del Maestro K y que extrañamente, no culminó en nuestro despido. 

    – Pues llegamos Alba, dijo Lucy. Las dos estábamos nerviosas porque todo el camino recordamos la historia de la Torre rota (por nosotras) pensando que ahora iríamos al debut de una nueva Torre pero a escala real: ¡ojalá esta vez no se rompa nada!, pensamos.

    Tocamos el timbre que, por cierto, siempre estaba escondido como si Adalberto anticipara la llegada de los visitantes a los que siempre prefería lejos. Entramos y nos recibió un místico jardín rebosante de vegetación que crecía con desmesura, salvaje como quien le había proyectado. Subimos y poco a poco se nos fue revelando una Torre donde, a pesar de su estructura tan aparentemente sencilla y clara si sólo observásemos los planos –e incluso la maqueta–, ningún piso se parecía corresponder con el siguiente. Tenía un efecto bastante extraño: era como si estuviera viva y se estuviera moviendo: ¡un laberinto en altura!, un verdadero zigurat de aparente geometría discreta. 

    Sin embargo, lo mejor estaría por llegar: esa azotea espacio de la desmesura, el lugar donde se aspira la hierba mala y donde se revela el increíble Bosque de Chapultepec y se abre el cielo. ¡Pinche K!, te extendiste y te hiciste torre aquí: aparente sobriedad, aparente estoicisimo que, en realidad es una fiesta dionisíaca que termina sólo cuando la arquitectura ha desaparecido en favor del paisaje. Habíamos llegado por fin al lugar de la cena.


    English Version:

    The Last Supper (I)

    by Aura R. Cruz Aburto

    A Teacher is the One Who Changes Your Life.

    A small notebook that fits in your pocket so you can always have a place to draw. A simple shirt, ready to carry your metallic mechanical pencil. Despite the smoke, I remember it well: the little “logbook” was more graphite than cellulose, that’s how full your booklet was, that’s how full your story was too. Full, not of objects, but of forces of space, landscape, and traces of vital encounters. It was a notebook that, once opened, seemed to breathe and beat.

    The covers, made of rough black cardboard with no significant detail, would disappear, consumed by the heat of the oven. The taste of graphite and charcoal would end up mixed, but the flavor of your life would be unmistakable: we would end up mutating with you: it seemed that the forces captured there would infiltrate our bloodstreams. It was at that unexpected dinner when I took the first bite because, forgive me, we had waited too long for you and we were “dying” of hunger. You know well, everything that does not consume, what is not consumed, paradoxically kills and dies.

    Obviously, the taste of that “cochinita pibil” was worthy of gods. Moreover: NEVER, not even at your best parties, had I tasted something so unique and unforgettable. As unforgettable, as unique as you, my dear teacher, my crazy teacher.

    I still remember very well the day I met you. I had heard a lot about you, they said you were the best, but they also talked about the amount of profanities and rudeness you used to utter. Therefore, truth be told, I was between fear, distrust, and yes, I must say it: fascination to meet you.

    That day, informed of the death of my most beloved adolescent teachers, I felt orphaned. Sunk in my sad musings, suddenly your histrionic voice captured me when, in the middle of that museum hall, you narrated an astonishing story of forces and embodied experience crystallized in Giuseppe Terragni’s Danteum, which you would invite us to draw while you did it with all vitality. At that moment, I knew you would change my life, although I never thought it would happen the way it did years later.

    The Call

    I remember very well the call summoning your disciples (your favorites?). It wasn’t unusual for you to call us, it was normal that you would do it every so often, and if we were in the mood to “open ourselves to the unexpected” –which always included difficult moments and an insult or two– we would go to your meeting. Only that time, the reason for your summons would be completely unimaginable and, just for that, its outcome too. Who would have imagined that you, the teacher, and not just a professor, would be dismissed from the university to which you had given your life? Although it’s true, always with your excesses, with your life that knew no limits or borders, and also not what we conventionally call respect, many who didn’t know you could understand and perfectly support it. But for us –those whom you had (de)formed– it would be inconceivable, and precisely we, the most (de)formed, would be the ones who would go to your meeting. Even so, I never thought it would end up being so unheard of: I always knew you would have changed us but never understood how far your legacy would reach.

    Well, where are you… bastards?!

    Hahaha, always so refined you dear Master. Even if you talked about the only public phone left in the city and whose number we obviously wouldn’t have registered, you were unmistakable: always making us angry and laugh at the same time. After such a “loving” entry, ha, you would immediately tell us that you had been kicked out of the university. We, far from any equanimity, would jump up furiously upon hearing such news: How was it possible?! However, far from your usual tendency to savor gossip –which would supremely intrigue us–, you would avoid giving more details and would summon us to that “magical” rooftop of the Tower that not long ago Adalberto, Maesztro K!, had inaugurated… a masterpiece, by the way. What you would take the time for, would be to tell us that we had to go prepared, as always, to draw: we could not call ourselves architects without being ready to capture the genius of “Maestro K” as one learns in architecture: drawing, always drawing… we would go prepared then. Lucy, dressed in neutral and elegant colors, would carry a refined black logbook and a beautiful silver-gray mechanical pencil. I, Alba, would carry a slightly larger logbook (my notebooks were always too big considering my height), a standard blue mechanical pencil –yes, with an 8B lead, because I always liked to draw with force– and a small watercolor kit I had since school: I had never adapted to the monochromatic minimalist imperatives of the elegant and neutral architects. In that sense, Lucy, although critical, intelligent, and undoubtedly sensitive, had always been more attentive to your imperatives. I, although I think your number one fan, couldn’t stand aligning myself with those mandates loaded with sophistication and elitism that, oh dear teacher, you loved so much: you know, you were a descendant of “the divine caste”… clown!

    The Broken Tower

    After navigating through the heavy traffic of this city, we arrived at the famous Tower, descending along a supposed expressway that, in this metropolis, was far from being one. Upon arrival, it was inevitable for Lucy and me to recall what happened when we first met Maestro K, when you generously introduced us to him.

    On an ordinary summer day, we went to one of your favorite places: of course, a cantina! Where else? By then, I was completely mesmerized by you, dear Master. I had never met someone so vitally insane, someone with such absolute enthusiasm for life. It’s true, you were crazy, rude, and overstepping bounds was your modus vivendi. Nowadays, with judging from supposed moral high grounds being so fashionable, you would have undoubtedly been metaphorically skinned alive—who in their right mind would dare to actually tear off a piece of your skin? What’s missing in today’s moralizing view is the recognition of the vital force that only some have to engage in and with life: those who teach us to love it despite everything. Those who also exemplify what it means to take risks: to leap into the abyss, not without fear, but ready to encounter the unexpected. That day, you decided to share another of these vital forces with us, Maestro K, the beloved and strange Adalberto.

    That day, Adalberto arrived with his eyes always exaggeratedly open, dressed all in black. I imagined he must have provoked a similar sensation to Johanes Itten at the famous Bauhaus school: a strange, somewhat antisocial but tremendously attractive specimen, kind of mediums of life forces—those people (geniuses, they call them) who involuntarily express something that exceeds them and which, sometimes, they don’t even fully understand.

    That day the conversation flowed, along with the beers and tequilas. Eventually, I vaguely remember Adalberto laughing mockingly, yet tenderly, because he heard me calling you “Master”… then it occurred to him to call you “Master… of disaster”—an excellent name, like that song I learned many years later, “My suitor.”

    I think we made a good impression on him. He invited us, not without your prompting, to work for him. So, a few days later, we showed up at his office and began to work for the man who, undoubtedly, was the best living architect in Mexico.

    Arriving at the office was completely mind-blowing; I had never witnessed the sublime made into living work: models of plasticine and corrugated material, fascinating perspectives not finely drawn but painted with great force, gigantic models of obelisk towers… and a huge map of the Mexico Valley Basin obsessively scribbled on to return it to its lake-being. I’m sure that even the most detached and phlegmatic person would want to be an architect upon witnessing such a work. Adalberto doesn’t design buildings; the space is alive, it moves, it’s that other thing that looks back at us when he projects it. That is the Tower we would arrive at for dinner the day of your call, Master, just like that model Tower we broke on our debut day at Maestro K’s office and which, strangely, did not result in our dismissal.

    “Well, we’ve arrived, Alba,” said Lucy. We were both nervous because all the way we remembered the story of the broken Tower (by us), thinking that now we would go to the debut of a new Tower but on a real scale: “hopefully nothing breaks this time!” we thought.

    We rang the bell, which, by the way, was always hidden as if Adalberto anticipated the arrival of visitors he always preferred to keep at a distance. We entered and were greeted by a mystical garden overflowing with vegetation that grew wildly, as untamed as the one who had designed it. We climbed up and little by little a Tower was revealed to us where, despite its seemingly simple and clear structure if one only observed the plans—and even the model—no floor seemed to correspond to the next. It had a rather strange effect: it was as if it were alive and moving: a labyrinth in height, a true ziggurat of seemingly discreet geometry.

    However, the best was yet to come: that rooftop space of excess, the place where one inhales the bad weed and where the incredible Chapultepec Forest is revealed and the sky opens up. Damn K! You extended yourself and became a tower here: apparent sobriety, apparent stoicism that, in reality, is a Dionysian feast that ends only when the architecture has disappeared in favor of the landscape. We had finally arrived at the place of the dinner.

    Aura R. Cruz Aburto

    Aura es filósofa mexicana, latinoamericana orgullosa, es también artista espacial, textil y visual que busca dar de cuando en cuando con “la frágil unidad poética”. Profesora de la Universidad Nacional Autónoma de México, Tec de Monterrey e investigadora independiente.

    Aura is a proud Mexican and Latin American philosopher. She is also a spatial, textile, and visual artist who occasionally seeks to find “the fragile poetic unity.” She is a professor at the National Autonomous University of Mexico, Tec de Monterrey, and an independent researcher.

    Selected Works by Aura R. Cruz Aburto:
    La Última Cena (II)

      LA MONEDA (IV)

      RevarteColectiva · January 9, 2023 ·

      por Obed Arango Hisijara

      Locust Walk, University of Pennsylvania

      CAPÍTULO IV

      La colocó en la punta de su dedo índice e hizo una mueca, y dijo a quienes le acompañaban, — muy fina y elegante moneda, fue un emperador de papel, nunca logró sentarse cómodo en su trono, esa fue la clave del triunfo, no le dimos tregua, sabiamos que los franceses tarde o temprano le retiraría el apoyo. Escúchenme bien, el poder asi se obtiene y así se preserva, no hay que dar tregua al enemigo–. Devolvió la moneda a su caja de rape. El cuarto estaba tal cual Carlota lo había dejado. Después del triunfo de Juárez, El Castillo de Chapultepec se preservó con los grandes lujos con el que fue decorado. Juárez fiel a la austeridad republicana que sostuvo, despachó en Palacio Nacional y vivió en su casona de la colonia San Rafael, su sucesor Sebastian Lerdo de Tejada siguió el ejemplo de Juárez, e incluso inauguró un observatorio en el Castillo, pero igual no tocó las piezas de gran lujo, ni los cuartos. Pero Don Porfirio, no creía en la austeridad: Audaz, ambicioso, disciplinado, duro de carácter, despiadado con el enemigo, profesaba un amor profundo por México, pero no por el México que se descubría frente a sus ojos, sino por el México de su imaginación, un México que cada vez se pareciera más a Europa, a la Francia de sus sueños, y menos a los Estados Unidos. Así, Don Porfirio acomodó de manera intencional a sus habitantes en castas, favorecería a ciertos grupos, haría paz con otros, preservó el poder de quienes era necesario tener a su lado y explotó a quienes de manera indefensa no podían clamar por su vida. Silenció a quien interfirieron en su camino. Así se crearon las clases sociales poscoloniales de México, la clase política, la clase científica, la clase universitaria, la clase empresarial y comercial, la clase religiosa, estas quedarían intactas, y se verían beneficiadas siempre y cuando besaran el anillo del dictador. La modernización de México no sería gratis, se requerían manos y pies que lo levantaran al mínimo costo, estas serían las clases obreras y campesinas, México bajo Diaz vivió un sistema de esclavitud moderna. Quienes nacían en cuna pobre, morirían en la misma condición, y quienes tenían la fortuna de nacer en una de las clases empoderadas se moverían y navegarían entre ellas, el mismo sistema les protegería, pero la inmensa mayoría de México era pobre, y lo sigue siendo. Don Porfirio resumía un siglo de luchas en un modelo dictatorial en el que se conjuntaba la corrupción, el poder, y la modernización de un país. Cómo si Don Porfirio fuera conocedor de Hegel, sintetizaba los opuestos y la historia en si mismo, y sin saber, Don Porfirio marcó el camino y puso el ejemplo, él creo el modelo para toda la sarta de dictadores que albergaría la América Latina del siglo 20.

      Recuerdo que le dije a Ana cuando reflexionamos juntos en el tema — Niña, en Porfirio Diaz está la clave. Para entender a la junta militar que tomo tu patria, para entender a la línea de dictadores que se han impuesto–. 

      Don Porfirio decidió atesorar la moneda, – esa misma moneda que veo en mi mesa de dibujo–, él la valoró como una de sus pertenencias más preciadas, quizá como un recordatorio de lo efímero que puede ser un mandato cuando lo que se desea es marcar el rostro en una moneda. Pero lo de él no eran moneditas, sino dejar grandes construcciones faraónicas de las cuales hablarían siglos después. 

      Luz de oro

      — Todos estamos llenos de contradicciones Ernesto–. Me comentaba Ana mientras caminábamos al final de nuestra clase de “Historia de literatura latinoamericana”. — Así es, la pregunta es cuales son las nuestras y que tan terribles son. La pregunta es si habrá manera de sintetizarlas, reconciliarlas y hacer paz con ellas. La pregunta es el costo de las mismas–. Caminaremos en silencio por unos minutos por el paseo Locust que con sus robles en otoño crean una belleza multicolor, rojizos, magentas, verdes, y oro se posan sobre nuestras cabezas, mientras cruzamos el campus de la Universidad de Pennsylvania ignorábamos a todos quienes nos esbozaban una sonrisa que nos miraban como si fueramos brisa en el viento. Absortos uno en el otro, y tomados de la mano mostramos al mundo nuestra intimidad, nuestras palmas unidas era sanidad para nuestros corazones, para nuestra historia, sentirla a ella me hacía sentir vivo. Penn, como le llamamos de cariño, es un campus histórico de la primera universidad Ivy League del país que se ubica en el centro oeste de Filadelfia y en el que nuestras huellas e historia dejaban marcas leves imperceptibles en el adoquín histórico, recorríamos el campus siempre con alegría, nos daba paz estar juntos ahí, Penn se convirtió en un descanso para nuestros espíritus atormentados. Algunas veces entre los pequeños jardines que embellecen los laberintos del campus, buscábamos una banca, nos esconderíamos de todos, y buscaríamos la oportunidad para besarnos como si estuvieramos en uno de los parques de su natal Argentina o en la alameda central de la Ciudad de México, los labios de Ana eran suaves, los sentía en mi, su aliento me llenaba de vida, reíamos y platicabamos en la intimidad.  Ella pausaba y nos veríamos a los ojos y después continuaremos en un beso largo e inacabable como si fueramos un par de adolescentes que recién salían de la secundaria. Ambos adorabamos este campus universitario y lo sentíamos nuestra casa y nuestro refugio, nos estimulaba caminar frente a esos castillos educativos de piedra verde como: “The Houston Hall”, o el Castillo Rojo: “The Fisher Library”. Pero aun así ambos extrañábamos la libertad de nuestros jardines. Ana sabía a lo que me refería cuando después de unos momentos de anidarnos en un beso y un abrazo, sentados, rodeados de libros, y con mi cámara fotográfica al hombro, le decía, — qué fuera este el campus de Ciudad Universitaria y sus benditas islas donde se practica el deporte nacional–. Ana soltaría la carcajada, y diría — se a lo que te refieres… a echar novio–. Y continuamos besándonos ante la mirada de desaprobación de otros estudiantes que caminaban y descubrían nuestro rincón, no faltaba quien nos dijera: “Get a room”, — ¡Ah, benditas islas–.  Respondería yo en español.  Ana me picaba las costillas de manera picara y decía: – no te metas en problemas– reiríamos juntos y continuaríamos nuestro jugueteo eterno. Así es, a Ana la amo con ese amor eterno que solo se le puede profesar a una persona en esta vida, y ella era esa persona.

      Obed Arango Hisijara

      Obed es mexicano, ciudadano de la América Latina, artista visual y antropólogo. Director de CCATE y profesor de University of Pennsylvania.

        Huracán Corazón Del Cielo

        RevarteColectiva · January 9, 2023 ·

        por Leticia Roa Nixon

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        Leticia Roa Nixon
        Leticia Roa Nixon

        Para mis padres.

        En la selva maya vivía Chipí, El Más Pequeño de los Rayos. Cada vez que había una tormenta, sus hermanos Lik y Muuk lanzaban luces brillantes que salían de sus dedos alargados.

        –Por favor déjenme lanzar uno de mis rayos—suplicaba Chipí.

        —-Aún eres muy joven—le respondían  mientras  se escuchaba el estampido de los truenos cuando las nubes descargaban la lluvia sobre la selva.

        Triste y lloroso, Chipí se refugió en lo alto de las copas de los árboles tropicales.  Yaakunah, el Dios de la lluvia y de los vientos, se apiadó del Más Pequeño de los Rayos.

        –Hijo mío, ve en busca de los Ah na Itzas, los Señores de los Cuatro Vientos. Toma este haz de rayos de oro y díles que yo te he enviado.

        Chipí secó sus lágrimas, agradeció a Yaakunah por su regalo y subió  a lo alto de los cielos donde vivían  los Cuatro Ah na Itzas.

        Al llegar al Palacio de los Señores de los Cuatro Vientos anunció su visita a los venerados ancianos. Los Ah na Itzas reconocieron de inmediato el haz de rayos de oro del dios Yaakunah.

        –¿En qué podemos ayudarte, El Más Pequeño de los Rayos? preguntaron con mucho respeto.

        — Venerables Ah na Itzas, mi deseo es ser el viento más fuerte de la selva y lanzar los rayos más brillantes durante las tormentas, respondió Chipí.

        — Ya que vienes en nombre del Dios Yaakunah, concederemos tus deseos.

        Desde ahora te llamarás Huracán que quiere decir “Corazón del Cielo.” Acércate a nosotros y te diremos en tu oído como ser el viento más fuerte.

        Impaciente por poner en práctica las instrucciones de los Cuatro Ah na Itzas, Huracán probó de inmediato su nueva fuerza sobre el Mar Caribe formando un inmenso remolino. El viento aumentaba su velocidad a tal punto que pronto se sintió mareado. La humedad de las aguas del mar lo nutrieron de una fuerza incontenible.

        Girando, girando, girando como trompo  sin control, el primer huracán se dirigió a la selva maya. Con sus poderosos vientos, intensas lluvias y tremenda velocidad, espantó a todos los que le vieron.

        Huracán no podía ver ni escuchar nada hasta que poco a poco fue perdiendo su fuerza al adentrarse al Mar Caribe.

        Sus hermanos Lik y Muuk lo encontraron débil y mareado sobre la playa. Fue entonces cuando  oyó los gritos y llantos desesperados de los habitantes de la selva, los graznidos tristes de las aves sin palmeras ni árboles donde reposar, y el clamor de los animales heridos.

         Huracán sintió que su corazón se partía en mil pedazos al saber que era él quién había causado tanto daño a su paso.

        Presuroso fue a ver a los Cuatro Ah na Itzas al Palacio de los Cuatro Vientos.

        El dios Yaakunah ya les había contado a los Señores del Viento  lo que había sucedido en la selva maya.  Por lo tanto, los Cuatro Ah na Itzas  sabían que Huracán llegaría pronto al Salón de las Brisas del Palacio.

        Al verlo entrar y acercarse a ellos, los venerables Ancianos dijeron.

        –Corazón del Cielo, poderoso Huracán, no podemos hacer que vuelvas a ser Chipí, El Más Pequeño de los Rayos. Lo hecho, hecho está.

        –Oh no, venerables Ah na Itzas, prefiero dejar de existir para siempre—sollozaba inconsolable Corazón del Cielo.

        –Déjanos pensar y consultar entre nosotros. Tal vez podamos ayudarte.

        Los Cuatro Ah na Itzas se retiraron a un patio privado donde se sentaron formando una cruz que representaba los cuatro puntos cardinales.

        El tiempo le pareció eterno a Huracán que veía desde el Palacio a los habitantes de la selva reconstruyendo sus chozas y a las aves haciendo sus nidos en los árboles que aún estaban de pie.

        Por fin, los Cuatro  Ah na Itzas terminaron de consultar entre ellos y  entraron al Salón de la Brisas.

        –Corazón del Cielo, lo que podemos hacer es darte cuatro dones—anunciaron solemnemente los Ah na Itzas.

        Escucha con atención, pues estos serán de ahora en adelante tus cuatro dones.

        –El mío—dijo Ah Kabul—es que los truenos anunciarán a todos de tu llegada para que así los habitantes puedan  buscar refugio.

        –Por mi parte, alertaré a los animales de tu proximidad para que se vayan a las tierras altas donde estarán a salvo de tus poderosos vientos—dijo Ah Tupp.

        — Me aseguraré que tu fuerza disminuya siempre y cuando te mantengas sobre el mar—dijo Ah Hobnil.

        Ah Balam, el cuarto Bacab, tocó con su mano el ojo izquierdo de Huracán. 

        –Corazón del Cielo,  mi don es que con este ojo podrás ver tu camino desde el centro del remolino. 

        Desde entonces cuando el ojo del huracán pasa por encima de un lugar, cesa el viento y durante unos momentos puede  verse un pequeño círculo de cielo azul. Es el ojo de Huracán,  Corazón del Cielo.

        La palabra “huracán” tiene su origen con el nombre que los indios mayas y caribes daban al dios de las tormentas. En India se le llama ciclón, en las Filipinas se le conoce como “baguio”, en el oeste del Pacífico norte se le llama “tifón”, y en Australia “Willy-Willy”. “

        Un huracán es un viento muy fuerte que se origina en el mar, que gira en forma de remolino acarreando humedad en grandes cantidades. Al tocar tierra en lugares habitados, generalmente causa daños desastrosos. Así, el huracán constituye uno de los fenómenos atmosféricos más destructivos.


        HURACÁN, HEART OF THE SKY by Leticia Roa Nixon

        English translation by Cynthia Kreilick

        For my father.

        Chipí, Smallest of the Thunder Bolts, lived in the Mayan forest.  Each time a storm erupted, his brothers, Lik and Muuk, hurled brilliant lights from their long fingers.

        “Please let me throw one of my thunder bolts,” begged Chipí.

        “You are still very young,” they replied, and the beating of the thunder was heard as the clouds discharged the rain over the forest.

        Sad and tearful, Chipí hid himself in the canopy of the tropical forest.  Yaakunah, the God of the Rain and the Wind, took pity on Smallest of the Thunder Bolts.

        “My child, go in search of the Ah na Itzas, the Lords of the Four Winds.  Take this bundle of golden lightening bolts and tell them that I sent you.”

        Chipí dried his tears, thanked Yaakunah for his gift, and climbed to the top of the sky where the Four Ah na Itzas lived.

        When he arrived at the Palace of the Lords of the Four Winds, he announced his visit to the venerable elders.  The Ah na Itzas immediately recognized the bundle of golden lightening bolts from the god Yaakunah.

        “How can we help you, Smallest of the Lightening Bolts?” they asked with great respect.

        “Venerable Ah na Itzas,” replied Chipí, “my wish is to be the most powerful wind in the forest and to hurl the most brilliant lightening bolts during storms.”

        “Because you come in the name of the god Yaakunah, we will grant your wish,” they said.

        “From now on, you will be called Huracán, which means ‘Heart of the Sky.’  Come forward and we will whisper in your ear how to be the most powerful wind of all.”

        Impatient to put the instructions from the Four Ah na Itzas into practice, Huracán lost no time in trying out his new power by forming an immense whirlwind over the Caribbean Sea.  He increased its velocity to such a point that he very quickly felt dizzy.  The dampness of the sea waters fed the wind so that it became an uncontainable force.

        Whirling and whirling and whirling, like a spinning top out of control, the first hurricane crashed into the Mayan forest.  With its powerful winds, intense rain and tremendous speed, it frightened everyone who saw it.

        Huracán could not see or hear anything until, little by little, the storm began to diminish over the Caribbean Sea.

        His brothers, Lik and Muuk, found him lying weak and dizzy on the beach.  It was then that he heard the desperate screams and cries of the people of the forest, the sad caws of the birds with no trees in which to land, and the clamor of the wounded animals.

        Huracán felt that his heart would break into a million pieces when he realized that it was he who had wreaked a path of such havoc.  In great haste, he went to see the Four Ah na Itzas at the Palace of the Four Winds . The Ah na Itzas were Bacabobs, the four deities assigned to the four cardinal points.

        The god Yaakunah had already told the Lords of the Four Winds what had happened in the Mayan forest.  The Four Ah na Itzas knew that Huracán  would soon be arriving at the Room of the Palace Breezes. This room was used to air serious matters with the Bacabob.

        When they saw him enter and approach, the venerable elders said, “Heart of the Sky, powerful Huracán, we cannot turn you back into Chipí, Smallest of the Thunder Bolts.  What’s done is done.”

        “Oh, no, venerable Ah na Itzas!” cried Heart of the Sky inconsolably.   “I’d sooner die!”

        “Allow us to think and confer among ourselves,” they replied.  “Perhaps we can help you.”

        The Four Ah na Itzas withdrew to a private patio where they seated themselves in the shape of a cross representing the four points of the compass.

        An eternal amount of time passed while Huracán sat and watched from above as the inhabitants of the forest reconstructed their huts and the birds made nests in trees that still lay upon the ground.

        Finally, the Four Ah na Itzas finished their consultation and re-entered the Room of the Four Breezes.

        “Heart of the Sky,” they announced solemnly, “we will give you four gifts.  Listen carefully, as these will be, from today forward, your own four gifts.”

        “My gift,” said Ah Kabul, “is that the thunder will warn people of your arrival so that they can take refuge.”

        “For my part,” said Ah Tupp, “I will alert the animals of your nearness so that they can escape your powerful winds by moving to higher ground.”

        “I will make sure that your strength diminishes once it reaches the sea,” said Ah Hobnil.

        Then, Ah Balam, the fourth Bacab , touched Huracán’s left eye with his hand.  “Heart of the Sky, my gift is that, with this eye, you will be able to see your path to the center of the whirlwind.”

        Ever since that time, when the eye of the hurricane passes, the wind ceases, and for a few moments, you can see a small circle of blue sky.  This is the eye of the hurricane, Heart of the Sky.

        The word “hurricane” originates from the name that the Mayan and Carib Indians gave to the god of storms. In India it is called a cyclone, in the Philippines it is known as “baguio”, in the western North Pacific it is called a “typhoon”, and in Australia “Willy-Willy”.

        A hurricane is a very strong wind that originates from the sea, which rotates in the form of a whirlpool, carrying moisture in large quantities. By making landfall in inhabited places, it usually causes disastrous damage. Thus, the hurricane constitutes one of the most destructive atmospheric phenomena.

          Leticia Roa Nixon

          Leticia Nixon, nacida en la Ciudad de México, cursó la carrera de comunicación en la Universidad Iberoamericana. Desde 1992 se dedica al periodismo comunitario de Filadelfia. Es autora de seis libros y video productora de PhillyCAM. Escribe para philatinos.com y reside en Swarthmore, Pa.

          Leticia Nixon, born in Mexico City, studied communications at the Universidad Iberoamericana. Since 1992 she has been dedicated to community journalism in Philadelphia. She is the author of six books and video producer for PhillyCAM. She writes for philatinos.com and lives in Swarthmore, Pa.

          Selected Works by Leticia Nixon:
          Cuando los Tejidos Hablan (When Fabrics Speak)
          Berenice, La Danzante Azteca (Berenice, The Aztec Dancer)
          El Lienzo de Tlapalli (The Tlapalli Canvas)

            Understanding the Differences of Good (and Great) Design

            RevarteColectiva · July 22, 2022 ·

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