
Por Aura R. Cruz Aburto
Maestro es el que te cambia la vida
Un cuadernito pequeño que cabe en tu bolsillo para que nunca falte donde dibujar. Una camisa sencilla, dispuesta para portar tu metálico portaminas. A pesar del humo, lo recuerdo muy bien: la pequeña “bitácora” era más grafito que celulosa, así de lleno estaba tu librillo, así de pletórica también tu historia. Llena, no de objetos, sino de fuerzas del espacio, del paisaje y de rastros de los encuentros vitales. Era un cuaderno que, una vez abierto, parecía respirar y latir.
Las pastas de un negro cartoncillo rugoso, sin mayor detalle, desaparecerían consumidas por el calor del horno. El sabor a grafito y el del carbón acabarían mezclados, pero el sabor de tu vida sería imperdible: acabaríamos mutando contigo: parecería que las fuerzas ahí capturadas se infiltrarían a nuestros torrentes sanguíneos. Fue en esa cena tan imprevista cuando me llevé el primer bocado porque, perdóname, ya te habíamos esperado demasiado y “moríamos” de hambre. Lo sabes bien, todo lo que no consume, lo que no se consume, paradójicamente mata y muere.
Obviamente, el sabor de esa “cochinita pibil” era digno de dioses. Es más: NUNCA, ni en tus mejores fiestas, había saboreado algo tan singular e inolvidable. Tan inolvidable, tan singular como tú mi maestro querido, mi loco maestro.
Todavía recuerdo muy bien el día que te conocí. Me habían hablado mucho de tí, decían que eras el mejor pero también contaban la cantidad de improperios y groserías que solías proferir. Por ello, a decir verdad, tenía entre miedo, desconfianza y sí, hay que decirlo: fascinación por conocerte.
Ese día, enterada de la muerte de mis más queridos profesores de la adolescencia, me sentí huérfana. Hundida en mis cavilaciones tristes, de pronto tu histriónica voz me capturó cuando, en medio de esa sala de museo nos narrabas una historia sorprendente de fuerzas y de experiencia encarnada cristalizadas en el Danteum de Giuseppe Terragni al que nos convocarías a dibujar mientras tú lo hacías con toda vitalidad. En ese momento lo supe, habrías de cambiar mi vida, aunque nunca pensé que pasaría de la manera en que sucedió años después.
La llamada
Recuerdo muy bien la llamada convocando a tus discípulos (¿tus favoritos?). No era inusual que nos llamaras, lo normal es que cada tanto lo hicieras y, si estábamos de humor para “abrirnos a lo inesperado” –lo que siempre incluía momentos difíciles y uno que otro insulto– acudiríamos a tu encuentro. Sólo que aquella vez, la razón de tu convocatoria sería completamente inimaginable y, justo por eso, su desenlace también. Quién iba a imaginar que tú, el maestro, y no nada más un profesor, serías despedido de la universidad a la que le habías dado tu vida. Aunque es cierto, siempre con tus excesos, con tu vida que no entendía de límites ni fronteras, y tampoco de eso que convencionalmente llamamos respeto, muchos que no te conocieron podían entenderlo y respaldarlo perfectamente. Pero para nosotros –aquellos a los que habrías (de)formado– sería inconcebible, y justo nosotros, los más (de)formados, seríamos los que iríamos a tu encuentro. Aún así, nunca pensé que terminaría por ser tan inaudito: siempre supe que nos habrías cambiado pero nunca entendí hasta dónde harías llegar tu legado.
- Buenooo, ¡¿dónde andan… cabronazs?!
Jajaja, siempre tan refinado tú querido Master. Aunque hablaras del veintiúnico teléfono público que quedaba en la ciudad y cuyo número obviamente no tendríamos registrado, eras inconfundible: siempre haciéndonos enojar y reír al mismo tiempo. Después de tan “amorosa” entrada, ja, nos contarías inmediatamente que te habían corrido de la universidad. Nosotras, lejos de cualquier ecuanimidad, saltaríamos enojadísimas al saber semejante noticia: ¡¿Cómo era posible?! Sin embargo, alejado de tu habitual tendencia al saboreo del chisme –lo cual nos intrigaría supremamente–, evitarías dar más detalles y nos citarías en esa azotea “mágica” de la Torre que hacía no mucho tiempo Adalberto, el ¡Maesztro K!, habría inaugurado… una obra maestra, por cierto. Para lo que sí te tomarías el tiempo, sería para decirnos que teníamos que ir preparadas, como siempre, para dibujar: no nos podíamos llamar arquitectas sin estar dispuestas a capturar la genialidad del “Maestro K” como se aprende en arquitectura: dibujando, siempre dibujando… iríamos preparadas pues. Lucy, ataviada de colores neutros y elegantes, llevaría una refinada bitácora negra y un bello portaminas color gris plata. Yo, Alba, llevaría una bitácora un poco más grande (siempre me quedaban grandes mis cuadernos tomando en cuenta mi estatura), un portaminas estándar color azul –eso sí, con una mina 8B, porque siempre me ha gustado rayar con fuerza– y una pequeño kit de acuarelas que tenía desde la escuela: nunca me habría adaptado a los imperativos minimalistas monocromáticos de los elegantes y neutros arquitectos. En ese sentido, Lucy, aunque crítica, inteligente y sin duda sensible, siempre había sido más atenta a tus imperativos. Yo, aunque creo tu fan número uno, no soportaba alinearme a esos mandatos cargados de sofistificación y elitismo que, ay querido maestro, cómo te encantaban: ya sabes, eras descendiente de “la casta divina”… ¡payaso!
La torre rota
Después de un recorrido en el pesado tránsito de esta ciudad, llegamos a la famosa Torre descendiendo por una supuesta vía rápida que, en esta metrópoli, estaba ya muy lejos de serlo. Al llegar, era inevitable que Lucy y yo recordáramos lo que pasó cuando conocimos al Maestro K, cuando generosamente nos lo presentaste.
En un día cualquiera de verano, fuimos a comer a uno de tus lugares favoritos: ¡claro, una cantina! ¿dónde más? Para entonces yo ya estaba completamente trastornada por tí querido Master, nunca había conocido a un loco tan vital, nunca alguien con un entusiasmo tan absoluto por vivir. Es cierto que estabas loco, que eras un grosero y que extralimitarte era tu modus vivendi y, hoy en día, que está tan en boga juzgar desde las supuestas superioridades morales, habrías sido, sin duda, despellejado vivo –obvio metafóricamente, porque ¡¿qué ser decente se atrevería a de verdad arrancarte un pedazo de piel?!– Lo que falta a esta visión actual tan moralizante es captar la fuerza viva que sólo algunos tienen para implicarse en y con la vida: son los que nos enseñan a amarla a pesar de todo. Son los que también ejemplifican lo que es arriesgarse: lanzarse al abismo, no sin miedo, mas dispuestos a encontrar lo imprevisto. Pues ese día, decidiste compartirnos otra de esas fuerzas vitales, al maestro K, el querido y extraño Adalberto.
Aquel día, Adalberto llegó con sus ojos siempre exageradamente abiertos, todo vestido de negro. Podría decirse que me imaginé que una sensación similar debía haber provocado Johanes Itten en la afamada escuela Bauhaus: un espécimen extraño, un tanto antisocial pero tremendamente atrayente, especie de mediums de las fuerzas de la vida –ese tipo de personas (genios les llaman) que involuntariamente expresan algo que les excede y que, incluso, a veces ni siquiera comprenden del todo.
Ese día la plática discurrió, también las cervezas y los tequilas. Finalmente, recuerdo vagamente que Adalberto reía burlonamente, aunque a la vez enternecido, porque me escuchaba llamarte “Master”… ahí se le ocurrió llamarte “Master… of disaster” –excelente nombre, como aquella canción que aprendí muchos años después “My suitor”.
Creo que le caímos bien, nos invitó, no sin que tú lo orillaras, a que trabajáramos para él. Así, unos días después nos presentamos en su oficina y comenzamos a laborar para el que, sin lugar a dudas, era el mejor arquitecto vivo de México.
Llegar a la oficina fue completamente alucinante, nunca había presenciado lo sublime hecho obra viva: modelos de plastilina y corrugado, perspectivas fascinantes no trazadas finamente, sino pintadas con toda fuerza, maquetas gigantescas de torres obeliscos… y un gran mapa de la Cuenca del Valle de México rayoneado obsesivamente para volverlo a su ser-lago. Estoy segura que hasta el más ajeno y flemático querría ser arquitecto al presenciar una obra de esa fuerza. Y es que Adalberto no diseña edificios, el espacio está vivo, se mueve, es eso otro que nos mira cuando él lo proyecta. Así es la Torre a la que llegaríamos a cenar el día de tu llamado Master, tanto como esa Torre maqueta que rompimos en el día de nuestro debut en la oficina del Maestro K y que extrañamente, no culminó en nuestro despido.
– Pues llegamos Alba, dijo Lucy. Las dos estábamos nerviosas porque todo el camino recordamos la historia de la Torre rota (por nosotras) pensando que ahora iríamos al debut de una nueva Torre pero a escala real: ¡ojalá esta vez no se rompa nada!, pensamos.
Tocamos el timbre que, por cierto, siempre estaba escondido como si Adalberto anticipara la llegada de los visitantes a los que siempre prefería lejos. Entramos y nos recibió un místico jardín rebosante de vegetación que crecía con desmesura, salvaje como quien le había proyectado. Subimos y poco a poco se nos fue revelando una Torre donde, a pesar de su estructura tan aparentemente sencilla y clara si sólo observásemos los planos –e incluso la maqueta–, ningún piso se parecía corresponder con el siguiente. Tenía un efecto bastante extraño: era como si estuviera viva y se estuviera moviendo: ¡un laberinto en altura!, un verdadero zigurat de aparente geometría discreta.
Sin embargo, lo mejor estaría por llegar: esa azotea espacio de la desmesura, el lugar donde se aspira la hierba mala y donde se revela el increíble Bosque de Chapultepec y se abre el cielo. ¡Pinche K!, te extendiste y te hiciste torre aquí: aparente sobriedad, aparente estoicisimo que, en realidad es una fiesta dionisíaca que termina sólo cuando la arquitectura ha desaparecido en favor del paisaje. Habíamos llegado por fin al lugar de la cena.
Aura R. Cruz Aburto
Aura es filósofa mexicana, latinoamericana orgullosa, es también artista espacial, textil y visual que busca dar de cuando en cuando con “la frágil unidad poética”. Profesora de la Universidad Nacional Autónoma de México, Tec de Monterrey e investigadora independiente.