por Rosalba Esquivel Cote
“Esta historia está dedicada a mi mamá y a todas las mujeres, madres, amas de casa, trabajadoras, creativas, e incansables seres dispuestas a luchar por amor, y encontrar una solución aun cuando otros piensen que ya no hay que solucionar”
- Introducción
¡Paaaz! Un sonido fuerte y seco se dejó escuchar en aquella habitación, cuando su puño impactó el mueble de su máquina de coser.
Kate era una madre que se mostraba como una mujer de mediana edad, delgada, pero de fuerte complexión, de cabellos finos, castaños con una permanente que le cubría hasta su nuca. Ella se encontraba sentada de frente a su máquina de coser, la cual golpeó para luego llevarse las manos a la cara como buscando ocultar su frustración frente a su hija Rose, una niña de 10 años que la veía con preocupación desde un pequeño banquito de madera donde se encontraba sentada pegando botones a una blusita de muñeca.
Su hija era la primogénita, una niña chiquita, flaquita, de tez blanca, cachetona y con cabellos “pelos de elote” como le decía su mamá. Se caracterizaba por ser muy sensible, pensativa, de carácter tranquilo y aparentemente débil. Cuando no estaba haciendo tareas de la casa o de la escuela, pasaba la mayor parte del tiempo dibujando o leyendo viejos libros de cuando su padre iba a la escuela. Ella era la más apegada a su mamá, a quien la obedecía en todo y trataba de ayudarla en todo lo que podía.
Con sus ojitos tristes, la niña miró como las manos de su mamá recorrían con fuerza su cara, su frente, por arriba de su cabeza y hasta la nuca. Observó como Kate apoyó los codos sobre el mismo mueble, con sus manos por detrás del cuello y su mirada hacia abajo. La madre se veía derrotada. No sabía qué hacer. ¿Se habría dado por vencida?
Ella se encontraba en casa, trabajando en aquella vieja máquina de coser que le había regalado su mamá para tener una fuente de dinero extra, pero esa noche, la máquina de coser había dejado de funcionar, las ruedas y las agujas se movían, pero los hilos no se insertaban en la tela.
Desde hace tres años, Kate trabajaba confeccionando vestiditos de muñeca para Doña Jovita, una mujer alta y flaca de 50 años, que aparentaba mayor edad por la cantidad de canas, y arrugas que mostraba; amable pero exigente con sus maquiladores. Esta mujer y su esposo tenían una fábrica de muñecas, llamada “Muñecas La Lupita”, preciosas muñecas fabricadas con plástico de vinil, huecas, suavecitas.
Cabeza, torso, brazos y piernas se ensamblaban manualmente. El cabello era diferente en cada modelo, podía ser largo o corto, con trenzas o suelto, rubio, castaño o negro. La carita era muy dulce, con ojos grandes, pestañas largas y espesas, y una boquita que asemejaba un corazón escarlata. Las “Lupitas” median 30 cm de alto y de complexión gruesa, nada que ver con las flacas llamadas Barbies.
Recientemente, el matrimonio empresario había logrado un jugoso contrato con una importante juguetería gringa transnacional para vender mil de sus muñecas, que se distinguían por vestir trajes típicos mexicanos, de los cuales Kate confeccionaba la vestimenta más popular del estado de Veracruz: “La Veracruzana”, que constaba de una falda circular, rematada con fruncidos holanes. La blusa, aunque era sencilla, mostraba un bello holán triangular que caía desde el cuello. Todo elaborado con fina organza blanca, adornado con un babero corto de satín negro bellamente bordado con un ramo de claveles rojos.
Kate había trabajado en ellos toda la semana, pero no pudo avanzar mucho debido a que, en esa semana su pequeño hijo Rodri de cuatro años, y quien padecía de bronconeumonía, había tenido otro ataque de asma, y habían tenido que llevarlo al hospital, para luego atenderlo en casa con muchos cuidados.
Las muñecas que representaban los 32 estados de la República Mexicana tenían que ser entregadas por la tarde del día siguiente, domingo, a Don Gary, dueño de la juguetería. Así que Kate tenía que entregar sí o sí ese pedido tan importante de vestiditos. Ella era parte sustancial de aquel equipo de trabajo del cual dependía no solo de que el negocio tuviera éxito, sino de que ella mantuviera su fuente de trabajo, tener dinero para los gastos de esa semana, y sobre todo para cumplir con una promesa y hacer realidad la ilusión de su pequeño hijo Rodri.
Ante tal emergencia, la madre esperaba con ansia a que Jorch, su esposo, regresara muy pronto del trabajo y le ayudara a arreglar la máquina de coser, y así seguir cosiendo los vestiditos de muñeca; sin embargo, no imaginaba lo que estaba por pasar; Doña Rebe, su vecina, tocó a la puerta para darle un mensaje que la dejaría fría.
Por aquella época el teléfono en casa era un lujo que por el momento la familia no se podía dar, así que Doña Rebe, quien sí tenía teléfono pasaba los recados no solo a ellos sino a otras familias del vecindario, eso sí, siempre y cuando no fuera muy tarde. A cambio la vecina recibía 5 o 10 pesos en “agradecimiento” por el favor.
El mensaje decía “Kate, surgió un problema en la fábrica, tendré que quedarme a trabajar hasta tarde tal vez toda la noche. Espero llegar a tiempo para llevar los vestiditos a Doña Jovita”. Kate sintió un golpe en el estómago, dio las gracias a la vecina, cerró la puerta y también los ojos, y se quedó ahí inmóvil por un momento.
La madre se sintió desprotegida, una serie de preguntas atormentaron su cabeza: “¿Qué habrá pasado en la fábrica?, ¿Jorch estaría bien?, ¿peligraba su empleo?, y ahora, ¿quién me ayudará a arreglar mi máquina?, ¿de verdad llegará a tiempo para entregar los vestiditos?”. Su desesperación fue mayor.
Kate, sintiendo mucha preocupación entró a la casa lentamente, así como si su cuerpo pesara toneladas y fuera difícil de mover, fue a la recamara donde se encontraba Rodri y su otra hija: Mary; una pequeña de ocho años, que, a diferencia de su hermana, era de tez morena y lucía unas hermosas y largas trenzas de cabello negro brillante, que competían con las espesas pestañas que adornaban sus expresivos y grandes ojos negros. La niña era quien cuidaba de Rodri mientras su mamá cosía. Ambos se encontraban profundamente dormidos. Él se encontraba abrazado a su dinosaurio de trapo, mostrando una leve sonrisa como imaginando ver cumplida su promesa. Una promesa que estaba a punto de romperse y de romperle el corazón.
Su madre besó a los dos, y se dirigió a la cocina para preparase un café, tal vez después de un buen sorbo calientito se sentiría mejor y podría encontrar una solución ante tal dilema. Cuando llegó a la estufa vio con sorpresa que Mary, había dejado la cocina ordenada, no había traste sucio en el fregadero y la mesa estaba limpia. Eso la hizo esbozar una débil sonrisa de gratitud y ternura. La niña lo había hecho para ayudar a su mamá también, para que tuviera la menor distracción, y así terminar de coser los vestiditos.
Kate calentó agua en un pocillo de peltre, vació el líquido en un jarro de barro rojo decorado con flores azules y blancas, su favorito, agregó Nescafé y un poco de azúcar. Mezcló con una pequeña cuchara por varios minutos, con la mirada perdida mientras movía y movía. Sólo se escuchaba el trilín trilín del choque de la cuchara con el jarro. Aunque fue un momento de ansiedad y de desesperación, también lo fue de crecimiento y superación. Un momento que reclamó pensar, y también para rezar.Con su café en mano, la madre regresó a la habitación donde se encontraba Rose y la máquina de coser. Aunque la niña se veía cansada, aún seguía muy concentrada pegando botones. La madre se quedó inmóvil un rato, como si su alma se hubiera desprendido de su cuerpo, no parpadeaba, no decía nada. Miraba fijamente el esfuerzo que su hija dejaba en cada zurcido. De pronto, tras ese momento de profunda reflexión, y como si hubiera recibido una descarga eléctrica, levantó sus grandes ojos café oscuro y como mirando pasar una película en el aire dijo: “No tengo otra opción”. Con gran determinación, puso su jarro sobre la mesa, se remangó las mangas de su suéter y decidió resolver el problema.
Rosalba Esquivel Cote
Rosalba es mujer, mexicana, microbióloga, maestra, aprendiz, y artivista. “¡Deja que tus gritos se lean!”