Sin Henry y sin cuarto secreto
Por Aura Rosalía Cruz Aburto
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Mientras recordábamos ese mágico lugar, descubrimos que ya no había un cuarto secreto como aquel, había un espacio continuo que Adalberto aprendió a mutar en intimidad a través de una cortina de terciopelo negro, como el buen espíritu vampiresco que es. Esta transformación era producto de que Adalberto había aprendido a la mala a acercarse a los demás, como si intuyera que tú, Henry, no siempre estarías ahí para acercarle con los que él no sabía tener en proximidad.
Recuerdo bien que cuando éramos estudiantes el huraño K, difícilmente saludaba a todos esos jóvenes que le esperaban intimidados y deslumbrados. Todos los chicos querían ser como él: si llegaba un día con chanclas, al otro día ellos seguramente lo harían, hasta hablaban con el mismo tono, tanto que a veces me confundía. Era verdaderamente enternecedor… pero también peligroso. Decían por ahí, que era un árbol tan frondoso, tan frondoso, que bajo su seno podrían comenzar a crecer muchas otras plantas, muchas pequeñas hierbas, pero nunca, nunca, podrían recibir el sol a plenitud y adquirir la misma majestuosidad. Vaya, Adalberto no era amable, era hosco y de pocas palabras pero Henry, siempre Henry sabía cómo romper el hielo, cómo hacer salir de su reducto sagrado y secreto a la criatura salvaje, tierna y claroscura de K.
Sin embargo, esta vez, en aquel nuevo edificio, la pesada cortina de tacto suave estaba corrida: ni cuarto secreto, ni Henry tampoco. Por otro lado, las maravillosas bitácoras que expulsaban una dorada luz al ser ligeramente abiertas estaban tan a la vista que ya no se podía disfrutar verlas a hurtadillas como antes: nadie nos descubriría y con ello sentimos también que se había ido una época.
Aquella vez que Adalberto me descubrió revisando los magníficos cuadernos donde su imaginación se había impreso, sonrió y, extrañamente, ese gruñón, ese “gigante egoísta”, no dijo nada. Sin embargo, unos días más tarde, encontré mi bolsa sobre una mesa con todas las cosas de fuera… entre ellas estaban unas tarjetas de presentación que decían mi nombre y el flamante título “estudiante”, jajaja (mi papá tiernamente me las había mandado a hacer). Pues una de esas tarjetas tenía dibujada una estrella enorme. Al ver el cuadro me sonrojé y no entendí qué había pasado. De pronto, Adalberto se acercó y me confesó: tenía que dibujar una estrella porque eres ¡“una estudiante estrella”! riendo burlonamente, jajaja cómo olvidar eso… Esos tiempos habían quedado atrás y tú, tú maestro, no asomabas… ni rastro de tí: ¿¡Henry, dónde diablos (sí, diablos porque tú eres uno), dónde diablos te has metido!?
El volcán apagado
No sé cómo, pero la tarde comenzó a ponerse triste. No estaba fácil mantener el ánimo sin tus chistes, sin tus ocurrencias, y bueno, hasta sin tus groserías. Entre el huraño Adalberto, el huidizo de Alexander, el triste Valerio, entre el forzado José Carlos, Lucy y yo comenzábamos a sentirnos extenuadas.
Y bueno, Monster, también hay que decirlo, había otra cara de la moneda que pocas veces queríamos ver: sí, es cierto, eras humor, vitalidad, locura… pero detrás de toda esa vibración tan tuya había una melancolía profunda. A decir verdad, me costaba mucho lidiar con ella, no quería verte triste. Pero era peor aún cuando convertías esa tristeza en una rabia incomprensible que lanzabas contra quien estuviera a tu lado como reclamando no encontrar algo que buscabas desde siempre sin saber a ciencia cierta qué era. Decías: – ¡Ustedes me dan mucha hueva! Y bueno, ahora recordándolo me da risa, pero la verdad lo decías enojado, como con un aire de decepción por la vida y por nosotros. Ahí sí mi Master, ahí sí no quería aprender de tí ni hacer mío ese dolor. Sin embargo, a pesar de todo, aprendí querido Henry, que las personas somos claroscuros, sólo que quizá a veces dejabas que la penumbra ganara (ahora que lo pienso, entiendo tu resonar con Valerio).
Recuerdo así, cuando alguna vez, en esa forma tan peculiar que tuviste de brindarnos el mundo encarnado al que llamabas arquitectura sobre la mesa de una cantina, comenzó al fondo a escucharse la voz del famoso “Príncipe de la canción”: el volcán apagado, esa era tu canción, pero yo simplemente no lo quería aceptar, creo que ninguno lo quisimos ver.
La hora cero, la hora gris
Mientras nosotros deambulamos buscándote inúltilmente, Valerio y José Carlos se quedaron en la terraza a esa hora en que el día ha terminado pero el cielo aún no se tiñe de negro noche, sino de un insoportable gris. Era aquella hora en que dicen los médicos que las reservas de serotonina llegan a su nivel más bajo y la sensación de ansiedad se suele acrecentar en quienes la padecen. Era la hora cero.
En ese entonces, yo no entendía, primero, por qué habías invitado a un personaje tan nublado como Valerio, pero menos a un personaje tan vacío como José Carlos. Ahora comienzo a comprender.
Con Valerio fue tal el desánimo de esa tarde que pensó que era inútil buscarte. Él no creía ya en las fuerzas vivas, en el asombro y el valor de la ilusión… sí mi Master querido, se parecía a tí cuando en las madrugadas, después de un desfogue de pasión, locura y amor por la vida y la deriva, comenzaba a brotar un ser que no podía ni con el desasosiego ni con un ímpetu irrefrenable de autodestrucción. Se parecía a tí como cuando te lanzaste en plena fiesta de la Santa Cruz por un segundo piso –muerte segura de la que incomprensiblemente te salvaste gracias a un montoncito de arena–, se parecía a tí cuando decidiste –según tú– enseñarle a Luisito (mi pequeño gran hermano inteligente) cómo se atravesaban las calles en México y te lanzaste sin pensar a Avenida Patriotismo y fuiste atropellado. Aquella vez nadie se explicó cómo fue que no recibiste ningún rasguño y que incluso lo más golpeado fue el taxi que te embistió. Se parecía a tí en ese desánimo por la vida y esa atracción tan irrefrenable por las pasiones tristes que roban la potencia vital.
Pero, al mismo tiempo, Valerio no se parecía a tí en ese milagro que siempre te salvaba, en ese diabólico milagro: en esos gestos que pretendían ser trágicos, en realidad había pura comedia y siempre emergía un diablillo loco que después asumiste con toda propiedad portando una capa roja en aquella fiesta en la que, al irte a recibir, me apareciste de un brinco recitando: Muerte sin fin.
Cuando los dioses quieren que caigas
En esa época yo creía saberlo todo de tí Maestro. Te había estudiado hasta el cansancio como se estudia a quien se adora porque sí, yo te adoraba y te adoro. Sin embargo, me equivocaba. Yo intuía, es cierto, que algo no armonizaba pero, ¡vaya! qué tiene de malo un poco de atonalidad, ¿no acaso no nos enseñaste el valor de la transgresión?
En esa soberbia juvenil, creía haberlo comprendido todo: claro que eras inmortal, claro que nada te pasaría porque, simplemente, no deseabas morir. Eras una fuerza implacable, una risa contagiosa, un trazo fuerte y un estruendoso grito. Eras bien real Maestro: humano, demasiado humano.
Pues, vaya, por eso –creo que lo he dicho muchas veces ya, perdón queridas y queridos lectoras y lectores– ¿¡Por qué invitaste a José Carlos?! Tú me habías dado la respuesta –sí, cifrada como siempre (y por favor, imaginen cómo torno los ojos al cielo con un gran hartazgo jajaja)– hacía años cuando te pregunté por qué alimentabas el ego del más nefasto de mis compañeros de escuela, me respondiste:
–Cuando los dioses quieren que caigas, te halagan – dijiste.
Querida lectora, querido lector, no diré más, ahora entonces, al menos eso creo, he entendido mejor.
La gran vela
Hubo un momento en que Alexander, Lucy y yo decidimos regresar a la terraza mágica. La verdad es que no parecía que estuviéramos yendo a ningún lado y, además, tanta nostalgia había comenzado a ponernos un poco tristes. Creímos que era mejor regresar a la mesa, seguro ya estabas por llegar, nunca fallabas.
Cuando arribamos a la terraza, en ese centro vacío donde estaba el cazo, había también ahora una gran, pero qué digo gran, ¡una enorme vela blanca encendida! Pues resulta que Adalberto, era el autor intelectual de semejante extravagancia y respondía a que él te estaba invocando, qué tal que así ya te apurabas a aparecer, pues para broma estaba dejando de funcionar. Valerio estaba sentado y gris, sin disimular su desencanto mientras que José Carlos ya se hallaba un tanto impaciente pues para él “la impuntualidad es de mediocres”… como si de verdad fuera tan fácil caracterizar la mediocridad en fórmulas coléricas, en fin.
Volviendo a las velas encendidas, esta costumbre adalbertiana se remontaba a tiempo atrás. Alguna vez, cuando yo trabajé para K, tiempo más tarde de cuando Lucy y yo lo habíamos hecho en nuestra temprana juventud, había tenido un serio desencuentro con él. Tú me lo habías advertido con tu muy singular manera de crear metáforas soeces:
– Si algún día se atreve a ladrarte ¡Ládrale tú también! ¡Ládrale más fuerte! – decías enloquecidamente.
La verdad no sé qué intuías o qué avisorabas pero, en efecto, después de muchos años de haber recibido el privilegio de la ternura del lobo, de pronto, zaz, K me gritoneó y, bueno, ya bien aleccionada, le devolví los gritos.
En fin, la historia no terminó bien, acabé siendo excluida de un proyecto al que le había dedicado un tiempo y, sobre todo, en el que había invertido mi entusiasmo. Cuando me enteré de mi despojo oficial, sentí que me habías fallado, que tú, mi supuesto Diablo Guardián no me habías cuidado las espaldas. Con el tiempo, cuando llegó el perdón, K enunció sabiamente: Henry dice que es el diablo pero, en realidad, es un ángel. A partir de entonces, Adalberto enciende a diario una vela gigante en su jardín secreto para tí.
Pues esa vela al lado del cazo, era tu vela y ya no nos quedaba más que comenzar a comer sin tí: no estabas pero, en realidad sí estabas en los recuerdos que cada una de nuestras memorias había hecho emerger durante ese juego de la búsqueda. Y bueno, al final, a tí que también te movilizaban esas fórmulas británicas como a José Carlos, seguro que si no habías llegado para entonces, no te importaría que comenzáramos a comer sin tí.
El gusto se rompe en géneros
Alguna vez leí en un tratado de cocina que narraba que, antes del Renacimiento, no existía algo así como la noción del “buen gusto”. Se asumía que se trataba más de una cualidad absolutamente singular y que poco se podía decir acerca de la valía de un platillo sino de la experiencia parcial de este. En el caso de tu cochinita, Master, parecía que los medievales se equivocaban: ¡Cómo olvidar aquel cumpleaños 66 tuyo que cocinaste para todos tus invitados! Y pues sí, cómo no pensar que decidirías festejar el onomástico número 66 como el más importante de tu existencia, la existencia del Maestro Diablo.
Por tal razón, cuando decidimos comenzar a cenar, dirigidos por el aroma, estábamos seguras y seguros que habías preparado el suculento platillo de tu tierra de origen, Yucatán. También, confiados en la leyenda comprobada en aquel legendario festejo, sabíamos que nadie podría resistirse a tan suculento sabor. Sin embargo, algo muy extraño sucedió: el gusto en su acepción medieval se hizo experiencia aquel día. De verdad Monster, es que, en serio ¡Eres un diablo, haces magia, aunque negra probablemente!
Mientras Valerio comenzó a comer utilizando el tenedor quisquillosa y pausadamente haciendo una cara de profundo desagrado; José Carlos comía vorazmente. Cuando observé que el segundo tocaba su barriga, me pareció lógico que tras su gesto apresurado al comer. le viniera una suerte de empacho. En el caso de Valerio, me parecía obvio que hiciera ascos, es que él vivía así. No sospeché nada más.
Cuando Adalberto comenzó con el primer bocado, comenzó a ganar entusiasmo, incluso observé que su semblante siempre desorbitado y huraño se hacía más afable, pero sí, siempre se mantenía como esa criaturita salvaje de la que no te puedes confiar. Por su lado, Alexander, siempre discreto para comer, lo hizo delicadamente mostrando un disfrute que parecía sacarle un cierto brillo al discreto negro de su indumentaria… Lucy, por otra parte, comía con un gran goce y parecía querer reír a carcajadas, con total desparpajo y con un nuevo sabor de libertad.
Finalmente, yo, Alba, estaba abrumada por el sabor tan maravilloso que parecía transmutarme en luz, como aquella vez cuando fui a aquella fiesta vestida de blanco y tú me presentaste ante la gente como tu Alba, tu blanca “alba”. Dicen pues, que la luz es onda y partícula a la vez, partícula que se mueve a una infinita velocidad: así me sentía, liberada de constricciones y abierta a ser atravesada por el mundo. Sí mi Maestro adorado, tú me hiciste descubrir lo que significa ser libre a plenitud, llegar a ser –como lo habría dicho aquel filósofo maldito, Friedrich Nietzsche– la que soy.
¡¿Qué ha sido todo esto?! No entiendo qué ha pasado, pero estoy segura que desde entonces ya no somos los mismos: “Maestro es el que te cambia la vida”.
Adioses y flores
Como era de esperarse, Valerio y José Carlos se habían indispuesto, parecían no soportar lo que les estaba mutando por dentro después de tan alquímico banquete –que, claro, a ellos probablemente no les había caído tan bien. Decidieron marcharse entonces, sin esperar más por tí. No entendieron que, hicieran lo que hicieran, de cualquier manera había algo en ellos que había comenzado a cambiar y que, por tanto, no volverían a ser los mismos.
Nosotros –Lucy, Alexander, Adalberto y yo– estábamos conscientes de que algo estaba pasando con nosotros. algo que, por un lado era sin duda delicioso, pero también hacía mover una inquietud interna que daba miedo, mucho miedo. Sí, eso pasa cuando te transmutas: alguien que eras comienza a morir, alguien que estás por ser, aún no ha nacido. Y, ese nuevo ser que habrá de emerger no viene de mero adentro, sino que es una suerte de alquimia, es una suerte de encuentro, de “entre” que hace nacer a quien antes no estaba. Tal como lo decía la maravillosa y excéntrica escritora, Anaïs Nin: “Cada amigo representa un mundo dentro de nosotros, un mundo que tal vez no habría nacido si no lo hubiéramos conocido.” No tengo claro qué había pasado, pero sé que comimos algo que despertó algo que antes estaba profundamente dormido.
Ante semejante suceso, no podíamos sino celebrar a tu manera porque, aunque no habías llegado, curiosamente se sentía tu presencia entre y en nosotros. Cómo olvidar entonces que siempre que una reunión comenzaba a agotarse, decidías, no compartir el pan, sino compartir los pétalos de las rosas sumergidos en un poco de mezcal con todos esos que, sí, a veces a pesar nuestro, te amamos entrañablemente. Comenzamos a degustar los pétalos de unas flores salvajes que K tenía en su jardín, sumergidas previamente en nuestras copas, y así, brindamos por tí.
Flores, papel y grafito
Resulta, maestro, que esas exóticas flores que comimos no eran cualesquiera. Hacía unos años, cuando trabajaba para Adalberto en una segunda vuelta, él me obsequió un ramillete que sabía que venía de su jardín. Unas horas después, Lula, la asistente de la oficina se acercó a preguntarme quién me había dado esas flores a lo que respondí que K. Ella, abruptamente las arrojó al cesto de basura y me dijo, no se las vuelvas a aceptar. Francamente yo no entendí nada, sino hasta que al paso de los meses me enteré que esas flores eran nada más, y nada menos, que floripondios. El floripondio es conocido por su capacidad alucinógena y por la pérdida de la voluntad en quien la consume.
Pues esas flores que nos harían perder la lucidez por unas horas, fueron la oblea que compartimos intentando invocarte. Al cabo de un rato de consumirlas, nos pareció escucharte, pero no, nada, aún seguías sin estar ahí.
Sin embargo, yo estaba segura de haber tenido un diálogo sincero, muy honesto contigo. Te dije entonces que eras mi maestro y que, pasara lo que pasara, lo seguirías siendo. También te dije, que, a pesar de tus traiciones que nunca iba a olvidar, te llevaría conmigo siempre. Que a pesar de esa desconcertante conducta de aproximación y rechazo intermitentes te querría, pero que, sin duda, necesitaba mantenerme a una cierta distancia que me permitiera no ser consumida por esa destructividad tan tuya. Parecías comprenderlo y parecía que también, a partir de entonces, yo signaría un acuerdo con todos esos outsiders a los que poca gente se acerca por temor de sus ataques inesperados… Lo supe, querido maestro, que desde entonces, sin saberlo, firmé un pacto con el (maestro) Diablo donde asumiría la aceptación hacia todos esos renegados del mundo, pero también, asumiría que, para mantenerme viva, sin ser consumida por ellos, aprendería a guardar cierta distancia… Así transcurrió un tiempo, tiempo sagrado, fuera de la órbita del tiempo lineal de la productividad: nunca supimos cuánto tiempo estuvimos Lucy, Alexander, Adalberto y yo hablando con ese holograma tuyo convocado por los perfumes degustados del floripondio. Cada uno de nosotros habló con un tú diferente… sólo nosotros, quizá, sabemos con quién o con qué hablamos esa noche (y quizá ni siquiera lo sabemos bien del todo).
Cuando regresamos del viaje, alcanzamos a ver en nuestros platos, aquellos donde una vez estuvo servida la cochinita sagrada, retazos de papel con huellas apenas distinguibles de tus trazos… ¿qué significaba eso? ¿tus trazos habían sido acaso el combustible de aquel guiso? ¿qué demonios habíamos comido? ¡¿dónde carajos estabas Maestro?!
Yo solo sé que recordaba cómo solías sacar del bolsillo de tu camisa un portaminas y decías arrebatadamente: “Con esto me gano la vida”, sí, era tu grafito eso que te daba de comer y aquello que habíamos comido.
El tallo espinoso de la rosa
Sergio, aquel ingenuo compañero había propuesto un diagrama en el que figuraba un torso humano. Tú habías hecho un gesto de preocupación… no veíamos venir esa potente historia que nos brindarías una vez más.
– … de la rosa, yo me quedo con su tallo, con sus espinas y la fuerza que la mantiene– dijiste.
¿Qué quería decir eso? Sergio intrigado trataba de entender. Todos nosotros, a nuestros casi veinte años, azorados tratábamos de entender esa mística verdad que estabas trayendo en forma de aforismo. Parecía decir, que no era el florecimiento de la rosa lo que la hacía ser, sino aquello que le sostenía, que manifestaba y conducía su fuerza.
No puedo decir que ese día lo entendí, a decir verdad me ha llevado todos estos años descifrar la verdad que nos estabas descubriendo: de la vida, el acto; del cuerpo, su baile… de tu bitácora, el trazo que era huella de aquel gesto de tu mano que hoy parecía haberse desvanecido para siempre… aunque no tanto, el gusto que había quedado en mi boca era uno de grafito y carbón.
Inmolación
- ¡Alba, Alba, reacciona!, decía Lucy un poco desesperada, mientras Adalberto se mecía mecánica y solitariamente en el columpio y mientras Alexander, con su figura delgada, miraba a la marea boscosa que tenía enfrente la gran torre con las manos metidas en sus bolsillos.
- ¿Qué pasa, qué pasa?, contesté mientras Lucy parecía respirar por fin un poco de calma.
Entonces lo supe todo, Lucy lo había averiguado junto con Alex. Adalberto simplemente no lo podía creer y, a decir verdad, aunque fingiera no asumir ninguna responsabilidad, yo sé que se sentía un tanto culpable.
Hace semanas habían tenido una reunión alrededor de una fogata y el pesado de Adalberto te había sugerido sacrificarte lanzándote al fuego a ver si así, podíamos ver la luz de un renacer del mundo.
En serio, pinche Adalberto, como si no recordara cuando te lanzaste de un tercer piso de una obra negra (cuando inexplicablemente caíste en una montaña de arena) o cuando decidiste enseñarte a Louis cómo se cruzaban las calles en México.
Pues sí, te has inmolado maestro y yo no puedo más que escucharte ahora dentro de mi cabeza recitar:
¡Tan-tan! ¿Quién es? Es el Diablo,
es una espesa fatiga,
un ansia de trasponer
estas lindes enemigas,
este morir incesante,
tenaz, esta muerte viva,
¡oh Dios! que te está matando
en tus hechuras estrictas,
en las rosas y en las piedras,
en las estrellas ariscas
y en la carne que se gasta
como un hoguera encendida,
por el canto, por el sueño,
por el color de la vista.
¡Tan-tan! ¿Quién es? Es el Diablo,
ay, una ciega alegría,
un hambre de consumir
el aire que se respira,
la boca, el ojo, la mano;
estas pungentes cosquillas
de disfrutarnos enteros
en sólo un golpe de risa,
ay, esta muerte insultante,
procaz, que nos asesina
a distancia, desde el gusto
que tomamos en morirla,
por una taza de té,
por una apenas caricia.
Muerte (y vida) sin fin: con tu sacrificio, has hecho renacer el mundo en nosotros, porque “Maestro, Maestro es el que te cambia la vida”.
English Version:
The Last Supper (IV)
Without Henry and without a secret room
While we remembered that magical place, we discovered that there was no longer a secret room like that, there was a continuous space that Adalberto learned to mutate into intimacy through a black velvet curtain, like the good vampire spirit that he is. This transformation was a product of the fact that Adalberto had learned the hard way to get closer to others, as if he sensed that you, Henry, would not always be there to bring him closer to those he did not know how to be close to.
I remember well that when we were students, the unsociable K hardly greeted all those young people who were waiting for him, intimidated and dazzled. All the kids wanted to be like him: if he showed up one day wearing flip-flops, the next day they would surely do it, they even spoke in the same tone, so much so that sometimes it confused me. It was truly touching… but also dangerous. They said that it was a tree so leafy, so leafy, that under its bosom many other plants could begin to grow, many small herbs, but they could never, never, receive the sun fully and acquire the same majesty. Wow, Adalberto was not kind, he was sullen and of few words but Henry, Henry always knew how to break the ice, how to make K’s wild, tender and chiaroscuro creature come out of its sacred and secret redoubt.
However, this time, in that new building, the heavy soft-touch curtain was drawn: no secret room, and neither was Henry. On the other hand, the wonderful logs that ejected a golden light when slightly opened were so visible that it was no longer possible to enjoy seeing them secretly as before: no one would discover us and with that we also felt that an era had gone.
That time Adalberto discovered me reviewing the magnificent notebooks where his imagination had been printed, he smiled and, strangely, that grumpy, that “selfish giant” didn’t say anything. However, a few days later, I found my bag on a table with all the things from outside… among them were some business cards that said my name and the brand new title “student”, hahaha (my dad had tenderly sent them to me do). Well, one of those cards had a huge star drawn on it. When I saw the painting I blushed and didn’t understand what had happened. Suddenly, Adalberto approached me and confessed: I had to draw a star because you are “a star student”! laughing mockingly, hahaha how can I forget that… Those times were behind us and you, your teacher, did not show… not a trace of you: Henry, where the hell (yes, the hell because you are one), where the hell have you gone!?
The extinguished volcano
I don’t know how, but the afternoon began to get sad. It wasn’t easy to keep our spirits up without your jokes, without your witticisms, and well, even without your rudeness. Between the sullen Adalberto, the elusive Alexander, the sad Valerio, between the forced José Carlos, Lucy and I were beginning to feel exhausted.
And well, Monster, it must also be said, there was another side of the coin that we rarely wanted to see: yes, it’s true, you were humor, vitality, madness… but behind all that vibration of yours there was a deep melancholy. To tell the truth, I had a hard time dealing with her, I didn’t want to see you sad. But it was even worse when you turned that sadness into an incomprehensible rage that you launched against whoever was next to you as if claiming not to find something you had always been looking for without knowing for sure what it was. You said: – You give me a lot of eggs! And well, now remembering it makes me laugh, but the truth is you said it angry, with an air of disappointment for life and for us. There yes my Master, there yes I did not want to learn from you or make that pain my own. However, despite everything, I learned, dear Henry, that people are chiaroscuros, it’s just that maybe sometimes you let the darkness win (now that I think about it, I understand your resonance with Valerio).
I remember like this, when one time, in that peculiar way that you had to offer us the incarnated world that you called architecture on the table of a canteen, the voice of the famous “Prince of Song” began to be heard in the background: the extinct volcano, That was your song, but I just didn’t want to accept it, I don’t think any of us wanted to see it.
The zero hour, the gray hour
While we wandered around looking for you in vain, Valerio and José Carlos stayed on the terrace at that time when the day has ended but the sky is not yet colored with black night, but with an unbearable gray. It was that time when doctors say that serotonin reserves reach their lowest level and the feeling of anxiety usually increases in those who suffer from it. It was zero hour.
At that time, I did not understand, first, why you had invited a character as cloudy as Valerio, but even less so a character as empty as José Carlos. Now I’m beginning to understand.
Valerio was so discouraged that afternoon that he thought it was useless to look for you. He no longer believed in living forces, in amazement and the value of illusion… yes, my dear Master, he looked like you when in the early mornings, after an outpouring of passion, madness and love for life and drift, A being was beginning to emerge that could neither handle restlessness nor an uncontrollable impulse of self-destruction. He looked like you like when you threw yourself off a second floor in the middle of the festival of the Holy Cross – certain death from which you were incomprehensibly saved thanks to a small pile of sand –, he looked like you when you decided – according to you – to teach Luisito ( my intelligent little big brother) how you crossed the streets in Mexico and you rushed without thinking onto Avenida Patriotismo and were run over. That time no one explained how it was that you didn’t receive any scratches and that even the hardest thing was the taxi that hit you. He looked like you in that discouragement about life and that uncontrollable attraction to the sad passions that steal vital power.
But, at the same time, Valerio was not like you in that miracle that always saved you, in that diabolical miracle: in those gestures that were intended to be tragic, in reality there was pure comedy and a crazy little devil always emerged that you later assumed with complete propriety. wearing a red cape at that party where, when I went to receive you, you appeared to me in a jump reciting: Death without end.
When the gods want you to fall
At that time I thought I knew everything about you Master. I had studied you to the point of exhaustion as one studies someone one adores because yes, I adored you and I adore you. However, I was wrong. I sensed, it is true, that something was not in harmony but, wow! What’s wrong with a little atonality, didn’t you teach us the value of transgression?
In that youthful arrogance, I thought I had understood everything: of course you were immortal, of course nothing would happen to you because, simply, you did not want to die. You were an implacable force, a contagious laugh, a strong stroke and a thunderous scream. You were very real Master: human, too human.
Well, wow, that’s why – I think I’ve said it many times already, sorry, dear readers – why did you invite José Carlos?! You had given me the answer – yes, coded as always (and please, imagine how I rolled my eyes towards the sky with great exhaustion hahaha) – years ago when I asked you why you fed the ego of the most disastrous of my schoolmates, You answered me:
–When the gods want you to fall, they flatter you – you said.
Dear reader, dear reader, I will not say more, now then, at least I think so, I have understood better.
The big sail
There was a moment when Alexander, Lucy and I decided to return to the magical terrace. The truth is that it didn’t seem like we were going anywhere and, besides, so much nostalgia had begun to make us a little sad. We thought it was better to return to the table, you were surely about to arrive, you never failed.
When we arrived on the terrace, in that empty center where the saucepan was, there was now also a large, but what do I mean large, a huge lit white candle! Well, it turns out that Adalberto was the intellectual author of such an extravagance and responded to the fact that he was invoking you, so what if you were already rushing to appear, because as a joke it was stopping working. Valerio was sitting gray, without hiding his disappointment, while José Carlos was already a little impatient because for him “unpunctuality is for mediocre”… as if it were really so easy to characterize mediocrity in angry formulas, in short.
Returning to the burning candles, this Adalbertian custom went back a long time. Once, when I worked for K, some time after Lucy and I had done so in our early youth, I had had a serious disagreement with him. You had warned me with your very unique way of creating crude metaphors:
– If one day he dares to bark at you, bark at him too! Bark louder! – you said madly.
The truth is I don’t know what you sensed or what you were warning but, in fact, after many years of having received the privilege of the wolf’s tenderness, suddenly, zaz, K screamed at me and, well, now well taught, I screamed back.
Anyway, the story did not end well, I ended up being excluded from a project to which I had dedicated some time and, above all, in which I had invested my enthusiasm. When I found out about my official dispossession, I felt that you had failed me, that you, my supposed Guardian Devil, had not watched my back. Eventually, when forgiveness came, K wisely enunciated: Henry says he is the devil but, in reality, he is an angel. From then on, Adalberto lights a giant candle every day in his secret garden for you.
Well, that candle next to the saucepan was your candle and we had nothing left but to start eating without you: you were not there but, in reality, you were in the memories that each of our memories had made emerge during that search game. . And well, in the end, for you who were also motivated by those British formulas like José Carlos, I’m sure that if you hadn’t arrived by then, you wouldn’t mind if we started eating without you.
Taste breaks into genres
I once read in a cooking treatise that stated that, before the Renaissance, there was no such thing as the notion of “good taste.” It was assumed that it was more about an absolutely singular quality and that little could be said about the worth of a dish but about the partial experience of it. In the case of your little piggy, Master, it seemed that the medievals were wrong: How can we forget that 66th birthday of yours that you cooked for all your guests! And so yes, how could we not think that you would decide to celebrate name day number 66 as the most important of your existence, the existence of the Devil Master.
For this reason, when we decided to start dinner, guided by the aroma, we were sure that you had prepared the succulent dish from your homeland, Yucatán. Also, confident in the legend proven in that legendary celebration, we knew that no one could resist such a succulent flavor. However, something very strange happened: taste in its medieval meaning became an experience that day. Really, Monster, seriously, you’re a devil, you do magic, although probably black!
While Valerio began to eat using the fork fussyly and slowly making a face of deep displeasure; José Carlos ate voraciously. When I observed that the second one touched his belly, it seemed logical to me that after his hasty gesture when eating. a sort of embarrassment came over him. In the case of Valerio, it seemed obvious to me that he was disgusted, he lived like that. I didn’t suspect anything else.
When Adalberto began with the first bite, he began to gain enthusiasm, I even observed that his always exaggerated and sullen face became more affable, but yes, he always remained like that wild little creature that you can’t trust. For his part, Alexander, always discreet when eating, did so delicately, showing an enjoyment that seemed to bring out a certain shine from the discreet black of his clothing… Lucy, on the other hand, ate with great enjoyment and seemed to want to laugh out loud, with total self-confidence and with a new taste of freedom.
Finally, I, Alba, was overwhelmed by the wonderful flavor that seemed to transmute me into light, like that time when I went to that party dressed in white and you presented me to the people as your Alba, your white “alba.” They say, then, that light is a wave and a particle at the same time, a particle that moves at infinite speed: that’s how I felt, freed from constrictions and open to being crossed by the world. Yes, my beloved Master, you made me discover what it means to be fully free, to become – as that cursed philosopher, Friedrich Nietzsche, would have said – who I am.
What has all this been about?! I don’t understand what happened, but I’m sure that since then we are no longer the same: “Teacher is the one who changes your life.”
Goodbye and flowers
As expected, Valerio and José Carlos had become unwell, they seemed to not be able to bear what was mutating inside them after such an alchemical banquet – which, of course, probably had not gone down so well with them. They decided to leave then, without waiting any longer for you. They did not understand that, no matter what they did, there was something in them that had begun to change and that, therefore, they would never be the same.
We – Lucy, Alexander, Adalberto and I – were aware that something was happening to us. something that, on the one hand was undoubtedly delicious, but also stirred an internal restlessness that was scary, very scary. Yes, that happens when you transmute: someone you were begins to die, someone you are about to be has not yet been born. And, that new being that will emerge does not come from merely within, but is a kind of alchemy, it is a kind of encounter, of “between” that gives birth to those who were not there before. As the wonderful and eccentric writer, Anaïs Nin, said: “Each friend represents a world within us, a world that perhaps would not have been born if we had not known it.” I’m not sure what happened, but I know we ate something that woke up something that was previously fast asleep.
Faced with such an event, we could not help but celebrate in your own way because, although you had not arrived, curiously your presence was felt among and in us. How can we forget then that whenever a meeting began to run out, you decided not to share bread, but to share rose petals dipped in a little mezcal with all those who, yes, sometimes despite ourselves, love you dearly. We began to taste the petals of some wild flowers that K had in his garden, previously submerged in our glasses, and thus, we toasted you.
Flowers, paper and graphite
It turns out, teacher, that those exotic flowers we ate were not just any. A few years ago, when I was working for Adalberto in a second round, he gave me a bouquet that he knew came from his garden. A few hours later, Lula, the office assistant, came to ask me who had given me those flowers, to which I responded that K. She abruptly threw them into the trash can and told me, don’t accept them again. Frankly, I didn’t understand anything, until after months I found out that those flowers were nothing more, and nothing less, than floripondios. Floripondio is known for its hallucinogenic capacity and for the loss of will in those who consume it.
Well, those flowers that would make us lose lucidity for a few hours were the wafer that we shared trying to invoke you. After a while of consuming them, we thought we heard you, but no, nothing, you were still not there.
However, I was sure that I had had a sincere, very honest dialogue with you. I told you then that you were my teacher and that, no matter what happened, you would remain my teacher. I also told you that, despite your betrayals that I was never going to forget, I would always take you with me. That despite that disconcerting behavior of intermittent approach and rejection I would love you, but that, without a doubt, I needed to keep a certain distance that would allow me not to be consumed by that destructiveness of yours. You seemed to understand it and it seemed that, from then on, I would also sign an agreement with all those outsiders whom few people approach for fear of their unexpected attacks… I knew, dear teacher, that since
So, without knowing it, I signed a pact with the (master) Devil where I would assume acceptance towards all those renegades of the world, but also, I would assume that, to stay alive, without being consumed by them, I would learn to keep a certain distance… Thus a period passed. time, sacred time, outside the orbit of the linear time of productivity: we never knew how long Lucy, Alexander, Adalberto and I spent talking to that hologram of yours summoned by the perfumes tasted from the floripondio. Each of us spoke with a different you… only we, perhaps, know who or what we spoke to that night (and perhaps we don’t even know it completely).
When we returned from the trip, we were able to see on our plates, those where the sacred suckling pig was once served, pieces of paper with barely distinguishable traces of your strokes… what did that mean? Had your strokes been the fuel for that stew? what the hell had we eaten? Where the hell were you Master?!
I only know that I remembered how you used to take a mechanical pencil out of your shirt pocket and say passionately: “This is what I earn my living”, yes, it was your graphite that fed you and that which we had eaten.
The thorny stem of the rose
Sergio, that naive companion had proposed a diagram in which a human torso appeared. You had made a gesture of concern… we didn’t see that powerful story coming that you would give us once again.
–…of the rose, I keep its stem, its thorns and the strength that maintains it– you said.
What did that mean? Sergio, intrigued, tried to understand. All of us, at almost twenty years old, were embarrassed to try to understand that mystical truth that you were bringing in the form of an aphorism. It seemed to say that it was not the flowering of the rose that made it be, but rather that which sustained it, that manifested and conducted its strength.
I can’t say that I understood it that day, to tell the truth it has taken me all these years to decipher the truth that you were revealing to us: about life, the act; of the body, its dance… of your log, the trace that was the trace of that gesture of your hand that today seemed to have vanished forever… although not so much, the taste that had remained in my mouth was one of graphite and charcoal.
Immolation
Alba, Alba, react! Lucy said a little desperately, while Adalberto rocked mechanically and alone on the swing and while Alexander, with his thin figure, looked at the wooded tide in front of the great tower with his hands stuck in his arms. pockets.
What’s wrong, what’s wrong? I answered while Lucy seemed to finally breathe a little calm.
Then I knew everything, Lucy had found out along with Alex. Adalberto simply couldn’t believe it and, to tell the truth, even though he pretended not to take any responsibility, I know he felt a bit guilty.
Weeks ago they had had a meeting around a bonfire and that annoying Adalberto had suggested that you sacrifice yourself by throwing yourself into the fire to see if in this way we could see the light of a rebirth of the world.
Seriously, fucking Adalberto, as if he didn’t remember when you jumped off the third floor of a dark construction site (when you inexplicably fell into a mountain of sand) or when you decided to show Louis how to cross the streets in Mexico.
Well yes, you have sacrificed yourself master and I can only hear you now inside my head recite:
So so! Who is it? It’s the Devil,
It is a thick fatigue,
a desire to transpose
these enemy boundaries,
this incessant dying,
tenacious, this living death,
Oh God! that is killing you
in your strict ways,
in the roses and in the stones,
in the surly stars
and in the meat that is spent
like a bonfire lit,
for singing, for dreaming,
by the color of the view.
So so! Who is it? It’s the Devil,
oh, a blind joy,
a hunger to consume
the air you breathe,
the mouth, the eye, the hand;
these pungent tickles
to enjoy ourselves whole
in just a burst of laughter,
oh, this insulting death,
ribald, that murders us
at a distance, from taste
what we took to die her,
for a cup of tea,
for just a caress.
Death (and life) without end: with your sacrifice, you have made the world reborn in us, because “Master, Master is the one who changes your life.”
Aura R. Cruz Aburto
Aura es filósofa mexicana, latinoamericana orgullosa, es también artista espacial, textil y visual que busca dar de cuando en cuando con “la frágil unidad poética”. Profesora de la Universidad Nacional Autónoma de México, Tec de Monterrey e investigadora independiente.
Selected Works by Aura R. Cruz Aburto:
La Última Cena (I)
La Última Cena (II)
La Última Cena (III)
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