II. CAPÍTULO UNO. La fuerza de una promesa.
Rodri era un niño flaquito de grandes ojos negros, con mirada tierna y muy enfermizo, por tanto, había que cuidarlo mucho. A pesar de su condición, era un niño muy alegre y hasta travieso, pero siempre obedecía a sus papás, bueno, casi siempre.
Hasta ese momento, él no había tenido una fiesta de cumpleaños que pudiera disfrutar de verdad. Cuando él cumplió un año, su tío Boni, el hermano más joven de su papá le había comprado un pastel de tres pisos y un trajecito color rojo con el que se veía adorable. Pero de ese festejo obviamente no tenía memoria porque era un bebé, sin embargo, sus papás conservaron algunas fotos para recordar ese momento.
Los dinosaurios eran los juguetes favoritos de Rodri. Y, por aquel entonces, hacía poco que Burger Boy, el restaurante de moda de comida rápida había lanzado su nueva línea de hamburguesas con la temática de dinosaurios: la Unifante (con una pieza de carne), la Brontodoble (con dos piezas de carne) y la Dinotriple (con una torre de tres piezas de carne). Rodri, soñaba con algún día poder ir a comer a ese lugar, pedir una de esas deliciosas hamburguesas y acompañarla con una deliciosa malteada de vainilla. ¡Oh sí, lo máximo para un pequeño niño, y para algunos adultos también!, no obstante, el precio no era muy accesible para una familia que apenas había alcanzado a ser clase media.
Al acercarse la fecha de aniversario de su pequeño hijo, Kate y su esposo, decidieron llevarlo a ese lugar especial como regalo de cumpleaños, de esa forma lo harían sentir mejor de sus dolencias, y pasar un rato inolvidable con toda la familia. Cuando Rodri se enteró, saltó de alegría, sus grandes ojos se hicieron más grandes, estaba muy contento. No dejaba de decir lo emocionado que estaba, decía que tenía que pensar muy bien qué hamburguesa debía pedir, e imaginaba todo lo que le pondría: mostaza, cátsup, chilitos en vinagre, y luego… más mostaza y más cátsup. ¡Estaba feliz!
Con el dinero que Kate obtuviera de la confección de esos vestiditos, ayudaría a cumplir el deseo de cumpleaños del pequeño Rodri, sin embargo, el tiempo avanzaba, y el día se acercaba a la media noche. Kate comenzó a intentar reparar la máquina, pero no sabía cómo, no tenía idea de qué hacer, pero procuraba no caer en desesperación. Además, Rose se veía cansada. La niña le ayudaba a su mamá a pegar botones a las blusitas ya hechas, a veces a bordar los baberos de aquellos vestiditos, y casi siempre a deshebrar las piezas terminadas, es decir, quitar los hilos sobrantes de la costura para que los vestiditos lucieran impecables.
Kate se reusaba a fallarle a Rodri, y darle una explicación para no ir a festejar su cumpleaños. ¿Cómo decirle que, tal vez ese no era el mejor día para ir, o que tal vez estaría lleno de gente, o que tal vez los cocineros se enfermaron y no habría hamburguesas? Tendría que idear una excusa de proporciones épicas, la nunca mejor contada antes. ¡No!, ¿cómo pensar en la cara de decepción del niño? Definitivamente eso no podía pasar. Así que, era imprescindible que los vestiditos quedaran listos, y hacer la entrega a mediodía del domingo, sí o sí. La opción de no entregarlos no era opción. No cumplir con lo prometido no era una opción. Rendirse no era opción.
Kate le pidió a Rose que dejara de pegar botones y se fuera a dormir. Rose no quiso soltar la tela y la aguja, y aunque debía obedecer a su mamá, se resistía a dejarla sola. Al ver la mirada de su hija, Kate aceptó su ayuda, la cual honestamente necesitaba.
La madre le pidió a su hija esperar, y fue en busca de la caja de herramientas de su esposo, una gran y pesada caja de metal, la cual arrastró hacia la habitación donde estaba la máquina de coser. Rose miró con curiosidad aquella fea caja; miraba con atención todo lo que su mamá iba descubriendo en su interior, como un tesoro perdido o como si se tratara de la caja de despensa que el entonces Departamento del Distrito Federal ofrecía a las familias chilangas, mes tras mes. Pero en esta ocasión, no esperaría con entusiasmo ver salir el litro de aceite, el tarro de café, las cajitas para preparar gelatinas y hot cakes, la mermelada de membrillo, ni las anheladas galletas Marías.
Dentro de aquella caja se encontraban clavos, tornillos, tuercas, algunos oxidados y otros no tanto. A aquellas piezas, le acompañaban dos llaves de tuercas, una llave Stillson, dos pinzas pico de loro, una grande y una chica, un martillo sencillo, un pequeño taladro y varios desarmadores de diferentes tamaños. “¿Para qué se usan estas tantas cosas?”, se preguntaba Kate. Ella sigue mirando qué más hay dentro de la caja. Al mismo tiempo que va formando las herramientas por tamaños en el piso, Kate frunce el ceño con evidente extrañeza y preocupación. El ruido de las herramientas se confundía con el cada vez más escaso ruido de la calle ocasionado por el pasar de autos, y sobre todo de los ruidosos “chimecos” y “ballenas”, camiones viejos que transportaban a los usuarios hasta el metro Zaragoza.
La casa de la familia se ubicaba casi en la esquina que formaban la calle Malintzin, y la popular avenida Pantitlán, una de las principales vías para entrar al Estado de México desde el llamado Distrito Federal (D.F.), o “el defectuoso”, o “la capirucha”, o “chilangolandia”, y desde 2016, conocido simplemente como Ciudad de México (CDMX). Durante la Copa Mundial de Futbol de 1986, esta vía se vistió de gala cuando vio pasar a las selecciones de Escocia y Dinamarca mientras se dirigían a sus partidos en el popular Estadio Neza 86, en Ciudad Nezahualcóyotl. Esta avenida siempre se ha caracterizado por el intenso tránsito vehicular. Hoy, además de los autos particulares, pasan miles de “peseras o colectivos” (camioncitos), combis, taxis, motocicletas, así como diferente transporte pesado como camiones de redilas, de volteo y tráileres, los cuales, a su paso, aun hacen temblar el piso y la colonia entera. Pero Kate, al igual que sus vecinos se acostumbraron a este ambiente.
El ruido de aquellos motores por la avenida también marcaba el curso del día, el cual iniciaba desde las cuatro o cinco de la mañana, se relajaba como a medio día y durante la tarde volvía el caos, pero ahora en la otra dirección. Al avanzar la noche, el tráfico era menos abundante y el silencio más aparente lo que le indicaba a Kate que debía apresurarse.
Como si se tratara de una intervención quirúrgica, aquella habitación donde se encontraba la máquina de coser se convirtió de pronto en un auténtico quirófano. Rose, arriba de una silla, sostenía con una mano la base de un foco unido a una extensión que mantenía con la otra mano, lo cual permitía alumbrar la escena. Y ya con toda la herramienta expuesta en el piso, ambas se dispusieron a intervenir a aquella máquina. “¡Muy bien, aquí vamos!”, exclamó Kate con una voz nerviosa.
La mujer temía destruir su máquina de coser y con ello las ilusiones de su hijo, sin embargo, esto no la detuvo, se persignó y con determinación se puso manos a la obra.
II. CHAPTER ONE. The strength of a promise
Mom’s sewing machine
Rodri was a skinny boy with big black eyes, with a tender look and very sickly, therefore, he had to be taken care of a lot. Despite his condition, he was a very happy and even mischievous child, but he always obeyed his parents, well, almost always.
Until that moment, he hadn’t had a birthday party that he could truly enjoy. When he was one year old, his uncle Boni, his father’s younger brother, had bought him a three-story cake and a little red suit in which he looked adorable. But he obviously had no memory of that celebration because he was a baby, however, his parents kept some photos to remember that moment.
Dinosaurs were Rodri’s favorite toys. And, at that time, Burger Boy, the trendy fast-food restaurant, had recently launched its new line of dinosaur-themed burgers: the Unifante (with one piece of meat), the Brontodoble (with two pieces of meat) and the Dinotriple (with a tower of three pieces of meat). Rodri dreamed of one day being able to go eat at that place, order one of those delicious hamburgers and accompany it with a delicious vanilla milkshake. Oh yes, the best for a small child, and for some adults too! However, the price was not very affordable for a family that had barely reached middle class.
As their little son’s anniversary date approached, Kate and her husband decided to take him to that special place as a birthday present, that way they would make him feel better about his ailments and spend an unforgettable time with the whole family. When Rodri found out, he jumped for joy, his big eyes got bigger, he was very happy. He kept saying how excited he was, he said he had to really think about what burger to order, and he imagined everything he would put on it: mustard, ketchup, pickled chili peppers, and then… more mustard and more ketchup. He was happy!
With the money that Kate obtained from making those little dresses, she would help fulfill little Rodri’s birthday wish, however, time was advancing, and the day was approaching midnight. Kate started trying to fix the machine, but she didn’t know how, she had no idea what to do, but she was trying not to despair. Besides, Rose looked tired. The girl helped her mother to sew buttons to the already made blouses, sometimes to embroider the bibs of those little dresses, and almost always to unthread the finished pieces, that is, to remove the excess threads from the seam so that the little dresses would shine impeccable.
Kate refused to fail Rodri and gave him an explanation for not going to celebrate his birthday. How to tell him that maybe that wasn’t the best day to go, or maybe it would be crowded, or maybe the cooks got sick and there wouldn’t be any burgers? He would have to come up with an excuse of epic proportions, never better told before. No! How can you think of the child’s disappointed face? That definitely couldn’t happen. So, it was essential that the little dresses be ready, and make the delivery at noon on Sunday, yes or yes. The option of not delivering them was not an option. Not fulfilling what was promised was not an option. Giving up was not an option.
Kate asked Rose to stop buttoning and go to sleep. Rose did not want to let go of the fabric and the needle, and although she had to obey her mother, she was reluctant to leave her alone. Seeing the look on her daughter’s face, Kate accepted her help, which she honestly needed.
The mother asked her daughter to wait, and went in search of her husband’s toolbox, a large and a heavy metal box, which she dragged into the room where the sewing machine was. Rose looked curiously at that ugly box; she looked carefully at everything her mother was discovering inside her, like a lost treasure or as if it were the pantry box that the then Department of the Federal District offered to Chilango families, month after month. But on this occasion, I would not wait with enthusiasm to see a liter of oil, a coffee jar, some little boxes to prepare jellies and hot cakes, the quince jam, or the long-awaited María biscuits come out.
Inside that box were nails, screws, nuts, some rusty and others not so much. Those pieces were accompanied by two spanners, a Stillson wrench, two parrot beak pliers, one large and one small, a simple hammer, a small drill, and several screwdrivers of different sizes. “What are these so many things used for?” Kate wondered. She keeps looking at what else is inside the box. Arranging the tools into sizes on the floor, Kate frowns with obvious puzzlement and concern. The noise of the tools was confused with the increasingly low noise from the street caused by passing cars, and especially from the noisy “chimecos” and “ballenas”, old trucks that transported users to the Zaragoza metro.
The family’s house was located almost on the corner formed by Malintzin Street and the popular Pantitlán Avenue, one of the main roads to enter the State of Mexico from the so-called Federal District (D.F.), or “the defective”, or “la capirucha”, or “chilangolandia”, and since 2016, known simply as Mexico City (CDMX). During the 1986 Soccer World Cup, this road was decked out when it saw the teams of Scotland and Denmark go by as they went to their matches at the popular Neza 86 Stadium, in Ciudad Nezahualcóyotl. This avenue has always been characterized by intense vehicular traffic. Today, in addition to private cars, thousands of “peseras or colectivos” (little buses), vans, taxis, motorcycles pass by, as well as different heavy transport such as semi-trucks, dump trucks and trailers, which, in their wake, still make shake the floor and the entire neighborhood. But Kate, like her neighbors, got used to this environment.
The noise of those motors along the avenue also marked the course of the day, which began at four or five in the morning, relaxed around noon, and during the afternoon chaos returned, but now in the other direction. As the night wore on, the traffic was less heavy and the silence more apparent, telling Kate that she should hurry.
As if it were a surgical intervention, that room where the sewing machine was located suddenly became a real operating room. Rose, on top of a chair, held with one hand the base of a spotlight attached to an extension that she held with the other hand, which allowed the scene to be illuminated. And with all the tools exposed on the floor, they both set out to intervene in that machine. “Okay, here we go!” Kate exclaimed in a nervous voice.
The woman was afraid of destroying her sewing machine and with it her son’s illusions, however, this did not stop her, she crossed herself and with determination got down to work.
Rosalba Esquivel Cote
Rosalba es mujer, mexicana, microbióloga, maestra, aprendiz, y artivista. “¡Deja que tus gritos se lean!”
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