En el presente ensayo se expondrán algunos de los conceptos fundamentales del enfoque de la educación comunitaria. La relevancia teórica de este ensayo radica en la necesidad de comprender el bagaje de ideas que forman parte de la construcción discursiva de los diversos proyectos de esta naturaleza; asimismo, comprender estos postulados permite elaborar una reflexión crítica en torno a la necesidad de ampliar el marco de interpretación y de valores del enfoque educativo institucional público. El enfoque de educación comunitaria no busca, en principio, aislar a las comunidades o encerrarlas en sí mismas bajo sus propios preceptos y normas. El enfoque de educación comunitaria busca, más bien, hacer de la experiencia educativa una práctica donde impere el diálogo amplio y democrático y donde los diversos actores que forman parte de la comunidad asuman el compromiso social de construir una comunidad educativa, siempre en constante relación con los diversos actores institucionales y de la sociedad civil de las distintas realidades nacionales e internacionales que comparten los principios democráticos y la defensa de los derechos fundamentales y humanos.
La concienciación en el proyecto de emancipación
Antes de establecer la definición de “educación comunitaria”, esta sección comenzará destacando dos principios fundamentales que guían el desarrollo y la aplicación práctica de este enfoque educativo: la necesidad de un cambio profundo en la metodología educativa y el trabajo educativo a largo plazo para la emancipación individual y colectiva de las personas (Freire, 2013). La importancia del primer principio radica en la necesidad de generar metodologías educativas capaces de promover el pensamiento crítico de las personas, así como educadores comprometidos con el desarrollo de un tipo de programa educativo basado en el análisis de la realidad del contexto político y social de las comunidades, el desarrollo de la conciencia histórica de las personas y el desarrollo de sus capacidades de acción transformadora. En este sentido, “este proceso conduce a un encuentro permanente con el ‘otro’ que la escuela formal no presenta y que el hombre-comunidad salva ante la necesidad de actuar en la sociedad” (Pérez y Sánchez, 2005, p.319). La importancia del segundo principio radica en la necesidad de construir un proyecto emancipador, que es posible en el marco de la propuesta educativa basada en la experiencia comunitaria (Freire, 2013). El desarrollo del pensamiento crítico y de la autorreflexión individual y colectiva, como medio de desarrollo de la conciencia histórica, permitirá que el proyecto emancipador, en la perspectiva de Paulo Freire, pueda realizar la investigación individual y colectiva permanente, que posibilite el cuestionamiento de las normas oficiales impuestas por el sistema educativo formal, que trae consigo la estructura de prejuicios de una República que preserva estereotipos racistas y desigualdades concebidas como inamovibles (Zavaleta, 1986).
La educación comunitaria se basa, teniendo en cuenta los dos principios expuestos, en la siguiente idea establecida por Paulo Freire (2013): “la incompletitud del ser es propia de la experiencia vital” (p.66). La existencia vital es, por tanto, para un ser que logra reconocerse como incompleto, la búsqueda permanente de conocimiento, de nuevos aprendizajes; sin embargo, la construcción de su presencia en el mundo no es una tarea aislada, porque no es en la soledad individual donde la experiencia vital encuentra su contenido, sino bajo la influencia de las fuerzas sociales, en las relaciones que genera con sus semejantes. Tomar conciencia de mi presencia en el mundo implica, por tanto, percibirme “en el mundo, con el mundo y con los otros” (Freire, 2013, p.69). En este sentido, es fundamental “partir de la idea de que el hombre es un ser de relaciones y no sólo de contactos” (Freire, 1976, citado por Pinedo, 2008, p.48).
Esta búsqueda constante de conocimientos y nuevos aprendizajes por parte de los seres humanos está impulsada por el proceso de “concienciación”. En la perspectiva de la educación comunitaria, ser consciente consiste en “ser capaz de situarse y reflexionar sobre el contexto histórico y cultural en el que se vive” (Pinedo, 2008, p.50). La conciencia de su incompletitud, de su condición inacabada, es un aspecto ontológico fundamental que le permite al ser humano definir su “yo” en el mundo, ser consciente de su presencia en el mundo y de su pertenencia a él, ser consciente de su historia y de las características y problemas de su realidad social. Este ser humano consciente es también un ser ético, ya que sus decisiones estarán ligadas al reconocimiento y ejercicio de su propia autonomía y dignidad, de su propia capacidad de autorreflexión en el mundo social en el que participa, lo que le permite convertirse en un ser humano con conciencia histórica. Por lo tanto, “el ser humano histórico, insatisfecho y consciente de su insatisfacción se convertiría entonces necesariamente en un ser ético, un ser de opción y decisión, un ser ligado a intereses en relación con los cuales puede a veces permanecer fiel a su naturaleza ética y a veces transgredirla” (Freire, 2013, p.123). Del mismo modo, “la concienciación, al permitir la llegada a una esfera crítica, hace que el hombre se conozca y se reconozca en el mundo. Esta es la relación hombre-mundo, ya sea a través de la escuela con el trabajo intelectual o a través del contacto con la realidad” (Pérez y Sánchez, 2005, p.320).
Pedagogía de la esperanza
Vinculado al concepto de concienciación, Paulo Freire sitúa la esperanza. La esperanza, subraya el autor, es consustancial al ser humano, que, consciente de su naturaleza incompleta, emprende la búsqueda de su propia construcción, de su propia definición como ser histórico y epistémico . Esta búsqueda se realiza en la esperanza y en la comunidad. En este sentido, “la esperanza es una especie de fuerza motriz natural posible y necesaria. La desesperación es el aborto de este impulso vital. La esperanza es un condimento indispensable de la experiencia histórica. Sin ella, no habría historia, sino puro determinismo” (Freire, 2013, p.87).
Creer en un desenlace inexorable de la historia es pensar sin esperanza; la esperanza, por el contrario, es el motor indispensable del proceso de búsqueda permanente del conocimiento que el ser consciente de su naturaleza incompleta emprende para escribir la historia a partir de su experiencia participativa en el mundo, el mundo como medio de vida, dentro del cual produce nuevos conocimientos en constante relación con los demás, con el mundo social y con su historia. El pensamiento mecanicista de la historia es un pensamiento desesperanzador, porque niega la utopía, los sueños y los proyectos emprendidos por el ser humano consciente que busca, aprende y produce conocimiento en su búsqueda de la emancipación. El pensamiento mecanicista de la historia no problematiza el futuro y pretende romper violentamente el proceso de construcción del ser humano consciente, aquel que se construye social e históricamente en el mundo en el que participa y que, con sus acciones, busca transformarlo; es decir, el pensamiento mecanicista y determinista, unido a la desesperanza, no permite el desarrollo de la conciencia histórica, impide la investigación liberadora y proscribe la curiosidad creativa del pensamiento crítico. Por ello, “no soy principalmente un ser de desesperación que deba convertirse a la esperanza o no. Soy, por el contrario, un ser de esperanza que, por equis razones, se desesperó” (Freire, 2013, p.87).
Hay que destacar que la esperanza, como fundamento del pensamiento utópico, consolida la conciencia histórica, que tiene su base en la ética, es decir, en la necesidad ontológica del ser humano consciente de participar y transformar el mundo social en el que se reconoce y toma conciencia. La conciencia epistémica, en cambio, constituye el conjunto de conocimientos adquiridos, el desarrollo intelectual, el aprendizaje de nuevas artes y ciencias. La conciencia epistémica necesita de la conciencia histórica, y viceversa, para poder pasar a la fase crítica del pensamiento y a la posibilidad de establecer acciones emancipadoras concretas, proyectos educativos que busquen transformar el mundo social y hacerlo más justo, equitativo y democrático. “(…) La esfera epistémica es autónoma e independiente de la esfera ética y política (…) la constitución del sujeto epistémico es ajena a la constitución del sujeto histórico” (Yurén, 1992, citado por Pérez y Sánchez, 2005, p.321). Por lo tanto, la conciencia epistémica debe constituirse en conciencia histórica, ya que el conocimiento pedagógico, como señala Paulo Freire, no debe basarse en la reproducción de un orden de verdad indiscutible destinado a legitimar las relaciones de dominación. Más bien, el conocimiento pedagógico debe basarse en el reconocimiento del conocimiento epistémico dentro de la conciencia histórica, para proporcionar un conocimiento social capaz de desafiar las relaciones de dominación implícitas en los cambios epistémicos globales y permitir, a través del pensamiento crítico, la acción social para la emancipación.
Este conocimiento pedagógico no sólo se basa en los valores integrados en los sistemas de educación formal, sino que va más allá. Desde la perspectiva de la pedagogía de la esperanza (Freire, 2013), el conocimiento pedagógico “surge también del espacio comunitario donde la lucha por la educación popular es un referente de democracia y participación colectiva” (Pérez y Sánchez, 2005, p.322). En este sentido, un proyecto educativo humanista comprometido con el desarrollo de la conciencia histórica y epistémica de las personas, en un marco de valores democráticos, encuentra sus fundamentos axiológicos en la comunidad, en la cultura participativa de las comunidades, donde el compromiso con la realidad se materializa en un diálogo constante y libre entre sus miembros, en sus formas de vida, en sus lenguajes y sensibilidades, en su convivencia cotidiana y en sus propias utopías. Esta perspectiva comunitaria del conocimiento pedagógico implica revivir un conjunto de valores inscritos en el corazón de las comunidades, en la historia y la memoria de la formación de las comunidades, en los valores que permiten la cohesión comunitaria, con los que un proceso educativo basada en la libertad, la verdad y el diálogo democrático es posible (Freire, 2013).
Uno de estos valores es la tolerancia. La tolerancia genera un entorno de libertad que favorece el proceso educativo. En este sentido, “la tolerancia necesita del respeto, de la armonía, de la disciplina, de la ética, por lo que el autoritario impregnado de prejuicios sexuales, clasista, nunca podrá ser tolerante si no supera antes sus prejuicios. Así, el discurso emancipador del prejuicio, a diferencia de su práctica, es un discurso ficticio” (Pérez y Sánchez, 2005, p.324). La actitud autoritaria lleva a establecer y legitimar planteamientos prejuiciosos, que no nacen del diálogo libre y democrático, del respeto mutuo, del intercambio abierto y generoso, propios del proceso de formación de la conciencia histórica y epistémica; por tanto, la actitud autoritaria nace, fundamentalmente, de la negación de la conciencia histórica, de la arrogancia y de la mezquindad (Freire, 2013).
Otro aspecto que dificulta el desarrollo de la conciencia histórica y epistémica de las personas es la ideología de la neutralidad establecida en el proceso educativo oficial y hegemónico, que no permite despertar la actitud crítica de las personas. “Desde este punto de vista reaccionario, el espacio pedagógico, neutro por excelencia, es entonces aquel en el que se forma a los alumnos para las prácticas apolíticas, como si el modo humano de estar en el mundo fuera o pudiera ser neutro” (Freire, 2013, p.111).
El mito de la neutralidad
La educación centrada en la ideología de la neutralidad no sólo reproduce la ideología dominante, sino que sobre todo constituye un error como fuerza explicativa de la realidad (Ortiz, et al., 2018). La neutralidad implica un proceso educativo sin cuestionamientos, sin enfatizar el desarrollo de la curiosidad natural de los seres humanos conscientes que están en constante búsqueda de conocimiento; la ideología de la neutralidad reduce la conciencia y la comprensión de la historia a un mero reflejo de la materialidad, a un “subjetivismo idealista que hipertrofia la conciencia en los hechos históricos” (Freire, 2013, p.112). En este sentido, los intereses de los grupos dominantes promueven una educación centrada en la ideología de la neutralidad (Chauvigné et al, 2021), una educación que oscurece la verdad y fija fatalmente a los individuos en sus respectivas clases sociales, buscando en todo momento garantizar la inmovilidad de la sociedad, preservar las estructuras de dominación, neutralizando y proscribiendo la búsqueda del conocimiento de los seres humanos éticos que han logrado tomar conciencia de sus capacidades de observar, comparar, evaluar, elegir, decidir, intervenir, romper y escoger dentro de la realidad social en la que participan (Freire, 2013). Hay, pues, en la lógica de la neutralidad del proceso educativo, una exigencia ideológica que exalta la ocultación de la verdad, el determinismo de los hechos y la reproducción de la desesperación que, por un lado, posibilita la transgresión de la ética y, por otro, imposibilita la emancipación del ser humano en la medida en que lo arrastra al fatalismo. Al respecto, Paulo Freire (2013) afirma: “Esto explica mi riguroso rechazo a los fatalismos indulgentes que terminan absorbiendo las transgresiones éticas en lugar de condenarlas” (p.114).
Para Paulo Freire, la forma de combatir la ideología de la neutralidad es a través de la concienciación o sensibilización, que es “inseparable del proceso de liberación” (Freire, 1973, citado en Chesney, 2008, p.54). La toma de conciencia que genera la liberación, y, por lo tanto, la posibilidad de impulsar proyectos de transformación social, apunta en primer lugar a la desmitificación, es decir, al desmantelamiento de las mentiras impuestas por los intereses de los grupos dominantes. “La labor de humanización no puede ser otra que la de desmitificación. Por eso mismo, la conciencia es la mirada más crítica posible sobre la realidad, que la revela para conocerla y descubrir los mitos que engañan y ayudan a mantener la realidad de la estructura dominante” (Freire, 1973, citado por Chesney, 2008, p.54). Para llegar a la fase crítica, es decir, la fase en la que se revelan los mitos que sustentan el discurso de la estructura dominante, los oprimidos pasan por dos fases previas: la fase mágica, en la que el oprimido se resigna a su suerte, asumiendo con fatalismo su situación de pobreza; la fase ingenua, en la que el oprimido es capaz de reconocer los problemas, pero de forma parcial e individual, y dirige su frustración hacia sus compañeros, familia y contra sí mismo; y la fase crítica, en la que el oprimido comprende la estructura del comportamiento del opresor, es capaz de observar los problemas desde la realidad de su comunidad y rechaza la ideología del opresor (Pérez y Sánchez, 2005).
La educación comunitaria: ensayo de una definición
Por lo anterior, y para efectos del presente ensayo, se entenderá por educación comunitaria el conjunto de acciones educativas generadas y promovidas por los diferentes actores que participan en el ámbito comunitario y que están involucrados en el desarrollo educativo de la comunidad, como son las organizaciones sociales, las acciones asociativas, los programas sociales, las escuelas, que participan en la comunidad y con la comunidad, desplazando el saber pedagógico tradicional de la escuela pública institucional hacia la implementación de un saber pedagógico más bien centrado en el diálogo abierto y democrático de los participantes, donde se valora la cultura, la historia, los valores y los conocimientos que la comunidad produce constantemente para el proceso educativo. La educación comunitaria promueve el desarrollo auto-reflexivo de las personas como seres conscientes, autónomos y críticos, capaces de poner en diálogo el desarrollo de su conciencia histórica y epistémica con el análisis de la realidad del contexto social comunitario y del mundo, permitiendo una acción transformadora del mundo social (Freire, 2013).
En la perspectiva de la educación comunitaria establecida por Paulo Freire, los oprimidos forman parte de las comunidades que han sido relegadas del discurso del desarrollo institucional y del proceso de imaginación y formación de la República, es decir, no han sido incluidos en el proceso de construcción del proyecto republicano, quedando subordinados al poder hegemónico que ha implantado sus propias normas oficiales de educación cuyos fundamentos, que perduran en los tiempos modernos, están anclados en el sistema de prejuicios establecido durante la colonia. En este sentido, la educación comunitaria, desde esta perspectiva, combate los fundamentos epistémicos del sistema educativo hegemónico que promueve la segregación escolar, la estandarización de las metodologías en el proceso educativo y la neutralidad como ideología , con el fin de reorientar el proceso educativo, en cambio, hacia la búsqueda de la emancipación a través del análisis y la reflexión crítica de la sociedad (Unzueta, 2011). Esta perspectiva emancipadora apunta a la liberación de las personas a través del desarrollo articulado de la conciencia histórica y epistémica, promoviendo el sentido de pertenencia a la realidad social del contexto comunitario local, como espacio vital para el diálogo social permanente y democrático (Habermas, 1981), y el desarrollo de las capacidades sociocognitivas de las personas a través de acciones educativas contextualizadas según las características culturales, axiológicas y sociolingüísticas de la comunidad.
Ahora bien, esta perspectiva social y crítica de la educación comunitaria permite relativizar el concepto de escuela y su papel hegemónico en la sociedad. La escuela se concibe tradicionalmente como el espacio físico en el que los alumnos asisten a las clases en estricto cumplimiento de un programa educativo institucional específico. Asimismo, desde el punto de vista institucional, el sistema educativo está organizado política y administrativamente a partir de una estructura normativa y un conjunto de códigos y rutinas; es decir, la educación, reificada como un espacio o territorio específico, constituye un lugar institucionalmente cerrado y organizado. Por el contrario, el concepto de “territorios educativos” permite redefinir la concepción tradicional de la educación centrada en los procesos político-administrativos. “El concepto de territorios educativos implica una visión relativista de la concepción histórica de la educación y su institucionalización. Cuestiona la preeminencia de la escuela y del conocimiento escolar. Implica tener en cuenta la pluralidad de operadores de conocimiento potencialmente alternativos a los de la escuela” (Ben Ayed, 2019, P.35)
Salir de la concepción tradicional de la educación centrada en los procesos organizativos internos de la escuela pública permite cuestionar y repensar la relación entre los territorios locales y los procesos educativos, entre los recursos y capacidades de las organizaciones sociales locales y la escuela como espacio abierto capaz de crear alianzas con los diferentes actores que intervienen en el contexto local, tales como: los padres de familia, las organizaciones sociales comunitarias, la iglesia comunitaria, los promotores culturales, los programas municipales, las bibliotecas comunitarias, etc. Abrir la escuela implica ampliar el horizonte de nuevas experiencias educativas, enriquecidas por el diálogo entre diferentes saberes pedagógicos, por nuevas perspectivas, lo que aumenta el pensamiento crítico y emancipador de las personas (Ben Ayed, 2019). Esta perspectiva no implica abolir la escuela, sino enriquecerla, creando una especie de “sociedad pedagógica” (Dumazadier, 1977), una “ciudad educadora”, un “urbanismo educado” (Bejeoui et al. 2010) y “territorios de aprendizaje” que promueven el “aprendizaje inclusivo”, concepto promovido por la UNESCO (Ben Ayed, 2019); en este sentido, “desescolarizar la sociedad significa desafiar el peso desproporcionado del conocimiento escolar en la sociedad, aniquilando otras formas de transmisión menos sujetas a las relaciones de poder. Por ello, se exige que el conocimiento estuviera disponible libremente en todos los lugares fuera de la escuela (especialmente en las bibliotecas)” (Ben Ayed, 2019, p.35).
Reflexiones finales
A manera de conclusión, la educación comunitaria amplía el umbral de posibilidades de desarrollo educativo crítico y autorreflexivo, ya que incorpora los conocimientos y valores generados en las comunidades. Desde este punto de vista, la educación comunitaria, al igual que la educación popular (Besse et al., 2016), valora la herencia y el legado cultural y lingüístico, la historia de la construcción de las comunidades, las capacidades de organización, formación y transformación social adquiridas gracias al esfuerzo de mujeres y hombres que participan activamente en el desarrollo de sus territorios locales.
El enfoque de la educación comunitaria “debe apuntar a que el sujeto tome conciencia de su propia existencia, ideales y posibilidades de acción con el resto de los sujetos de su entorno que interactúan con el mundo social” (Pérez y Sánchez, 2005, p.326). Por lo tanto, la educación comunitaria no busca una forma comunitaria de estandarización, es decir, no busca someter arbitrariamente a las personas a las exigencias de la comunidad; por el contrario, en este enfoque educativo, las personas encuentran en la comunidad el espacio vital desde el cual, a través de las relaciones sociales generadas con los demás, descubren el sentido de su propia existencia, sus talentos, sus ideales, sus sueños y sus posibilidades de desarrollo personal. En este ideal, por tanto, la comunidad constituye un entorno social dinámico, en constante relación dentro y fuera de la comunidad, flexible y receptivo, capaz de fomentar un diálogo desprejuiciado y abierto, democrático y tolerante.
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Hernán Luís Herbozo Sarmiento
Nací el 16 de agosto de 1983, en la ciudad de Lima, Perú. Soy Licenciado en Ciencia Política por la Universidad Nacional Mayor de San Marcos y Magister en Ciencias Sociales y Humanas, Mención Ciencia Política por la Université Lumière Lyon 2, Francia. Asimismo, soy Magister en Cooperación y Desarrollo en América Latina por el Institut des Hautes Études de l’Amérique latine de l’Université Sorbonne Nouvelle Paris 3. Asimismo, me desempeño como consultor independiente, tanto en entidades públicas como privadas, en temas relacionados al Análisis de Políticas Públicas, Diseño de Metodologías para Programas Gubernamentales, Relacionamiento Comunitario y Gestión Pública. Actualmente radica en Francia.