por Rosalba Esquivel Cote
Hoy, voy a presumir a mis amigas.
Ellas no son amigas cualesquiera, no. Mis amigas son rudas y al mismo tiempo son sumamente delicadas, son fuertes, son sensibles, son valientes, y también chillonas.
El carácter de mis amigas se ha forjado en la adversidad pero sin hacer a un lado su humildad. Conocerlas ha sido una de las mejores cosas que me ha pasado en la vida, hicieron que yo me descubriera y me reconociera. Por eso las quiero. Solas son únicas, pero en colectiva son invencibles, imparables.
En cada ocasión siempre trato de aprender algo de ellas, y en nuestro último paseo juntas, pasó algo doloroso que me hizo admirar más a una de ellas.
Era sábado y nos dispusimos a pasar un rato agradable frente al mar en una de las playas de New Jersey, en un lugar natural, con vida salvaje, sin peaje, sin salvavidas… y sin ICE.
Algunas de nosotras pintábamos con acuarelas el paisaje de alrededor, y otras disfrutaban del agua del mar, no tan fría y con buen oleaje. De pronto, la hija de mi amiga, una niña de 6 años salió corriendo y llorando del agua mientras su mamá la perseguía. “¡¿Qué pasó?!, exclamamos.
Mi amiga nos dijo asustada: “Estábamos en el agua cuando mi hija sintió algo en su brazo, al levantarlo miré con horror un cordón de gelatina transparente, ‘se trataba del tentáculo de una medusa’. A pesar de que sentí miedo, le manoteé el brazo para quitarlo, y al soltarse el tentáculo se enredó en mi mano, y con la otra me lo sacudí. Finalmente me liberó y salimos corriendo de ahí”.
La niña traía una mancha roja en el brazo que le ardía mucho. Sus lágrimas no la dejaban ver bien su herida, y su llanto era inconsolable. En verdad sentía mucho dolor. Su madre limpió la herida con agua embotellada y le colocó un poco de hielo en una toalla; se sentó en una silla de playa, se acomodó a la pequeña entre sus piernas para abrazarla mejor, y recostó su cabecita en su regazo, le dijo palabras dulces y reconfortantes. Le acarició su largo cabello negro e intentó limpiarle las lágrimas. Mi amiga estaba muy angustiada, y desafortunadamente no teníamos ningún medicamento para calmar el dolor. Estábamos muy lejos de buscar algo.
El tiempo pasaba y la niña seguía llorando, así que mi amiga la miró fijamente y le habló fuerte, contundente, pero con mucho amor “¡Ya, trata de tranquilizarte, todo va a estar bien, sé valiente, porque si las mujeres no somos fuertes este mundo se cae!”. ¡Wow, qué expresión tan poderosa! ¡Cuánta razón tenían sus palabras!
En ese instante me acordé de mi abuela y de mi madre. ¿Cuántas veces hemos hecho algo realmente valiente y nadie se ha dado cuenta? ¿Cuántas veces mi abuela consiguió comida para sus 10 hijos sin un quinto? ¿Cuántas veces mi mamá, pese a trabajar todo el día, se daba tiempo para los quehaceres de la casa y para atendernos a nosotros? ¿Cuántas personas y situaciones se han “salvado” gracias a esos actos heroicos e invisibles?
Ese momento me hizo pensar en aquellos actos épicos que las mujeres dan todos los días, y pasan desapercibidos pero que generan un gran impacto. Mi abuela y mi madre sacrificaron su juventud y su fuerza para sacar adelante a su prole, pocos se dieron cuenta, y casi nadie las reconoció. Para esos actos no hay un premio Nobel, un premio Oscar, o un premio Pulitzer, solo la satisfacción de haberlos hecho.
Cuando la niña se tranquilizó y se quedó ahí sentada en la silla de playa bajo el cobijo de las sombrillas, mi amiga por fin pudo descansar en otra silla, con ambos brazos extendidos sobre los descansabrazos para que le pudieran colgar las manos. Y me di cuenta de que, sus manos estaban rojas y una de ellas un tanto inflamada. Pregunte y me dijo, “Sí, la medusa también me lastimó, mis manos me arden, siento mucho dolor, pero no puedo quejarme porque no quiero asustar a mi hija”. Seguramente mi amiga estaba peor de herida y asustada que la niña, con ganas de llorar, pero no importó, tuvo que aguantar y atender a la pequeña, porque las madres nunca estamos primero.
Mi amiga también merecía ser consolada, apapachada, recibir palabras tiernas y amables. Y sólo pensé ¡cierto!, si las mujeres no fuéramos valientes no habría quien sostuviera a los demás, al hijo, al esposo, al amigo, a toda una familia, incluso a una nación entera, pensé en las madres y en las esposas de los líderes mundiales.
Sin duda, sin una mujer en este mundo no habría un apapacho dispuesto a consolar, no habría bondad. Simplemente no habría humanidad.
Esas son mis amigas.
Rosalba Esquivel Cote
Rosalba es mujer, mexicana, microbióloga, maestra, aprendiz, y artivista. “¡Deja que tus gritos se lean!”