Por Obed Arango Hisijara
I
Cuando Ana se fue se llevó consigo mi espíritu en un suspiro, en el sonido de un caracol, símbolo de los antiguos mexicanos y me dejó la moneda.
La moneda es tan pequeña que cabe en la punta de mi dedo, pero en ella cabe toda una vida, un siglo, una historia, un continente, una revolución, un amor. Hoy hay un dolor que recorre por partes mi cuerpo, tensa mi cuello, mi estómago sufre calambres, y mis piernas fuertes, por el ejercicio intenso que hago, se doblan con facilidad, las últimas siete noches han sido de agonía; como llamas que consumen mi alma me despierto con sobresaltos cuando concibo el sueño, el rostro se humedece y las lágrimas salen como un río sin regreso, busco un consuelo sin solución, una palabra de esperanza, no la hay. Lo único que puedo hacer es pensar en ella. Vuelvo a pensar en ella. En mi, solo hay agonía. Afuera está blanco, hace frío, adentro de mi también. Son las tres de la madrugada, es la hora más oscura de la noche, bajo a mi estudio como si bajara los niveles del purgatorio de Alighieri, me sirvo un vino tinto, pongo jazz, y abro la pequeña caja donde la moneda del segundo imperio mexicano de Maximiliano de Habsburgo se encuentra. Paso las horas en silencio, veo los libros de poesía que me dedicó, y las palabras fugaces de su voz las escucho en mi memoria, es la voz de ella, la voz de la poeta que suavemente cada noche me leería un nuevo verso.
Ana es de baja estatura, delgada y ligera como una pluma, su cuerpo de mujer es marcado por la sensualidad de sus movimientos, cuando camina se desliza, flota, cuando gira voltea con una “s”, sabe medir sus actitudes y miradas, es elegante, elige bien su vestimenta de cada día, se combina, y no es que le guste vestir marcas, sino que tiene clase, su rostro es blanco, con una nariz respingada, pequeña, sus labios son rojos como sus mejillas y su cabello rubio lo mantiene con un corte francés como ella le llama, sus ojos verdes son llamativos, no hay quien no se detenga a verla nuevamente, Ana parte plaza.
Ahí está ella frente a mi, desnuda, puedo ver sus senos y su sexo tupido y rubio entre la manta transparente que le cubre, su sensualidad llega profundo a mi ser como nadie ha llegado. Con el libro de poesía en una mano, con la otra sin decir nada señala con su dedo índice, desea que ponga un disco de jazz, “The Believer” de John Coltrane el favorito de los dos, lo hemos escuchado mientras hacemos el amor, me observa con una mirada traviesa y una sonrisa pícara, me sigue con su dedo, suelta una risa, ella se ha sonrojado. Yo la volteo a ver, le sonrío de regreso, con su dedo índice me indica que me siente, ella dice que tiene magia, que basta un solo movimiento de ella para que yo obedezca, soy su súbdito esta noche. Ella regresa su mirada al libro y con el dedo en sus labios indica silencio. Abro mis sentidos para recibir la vibración que despide su declamación bien acentuada, su cuerpo también transmite poesía, sus curvas motivan mis sentidos, sus senos se endurecen como dos montes de Andalucía, y su sexo son pétalos que se abren, que gotean una sabia blanca que despide su aroma de mujer. Ella sonreiría y sus ojos de luciérnagas verdes se clavarían en mí. Ella atenta a mis reacciones se acerca, deja el libro caer y se monta en mí, mi sexo ha crecido, sus pétalos abrazan con calor la dureza del mismo, nuestros cuerpos se sienten vibrar, nos estremecemos, ella me cabalga con fuerza y con ritmo, sus senos y sus pezones los beso, jugueteo con ellos entre mis labios, nos perdemos uno en el otro, la tomo entre mis brazos, y la recibo en mi pecho, la escarcha de ella recorre mis muslos, levanta su cabeza y toma con sus dos manos mi rostro y me dice: “Mírame, mírame bien, eres el amor de mi vida, nunca habrá otro amor como tú, no importa con quién este, o dónde este, siempre serás tú”. Nos besamos, el disco avanza. Termina.
Abro mis ojos. Hoy a esta hora, se cumple una semana de la última vez que la escuché, intento no olvidar su voz, las pausas que hacía, y el respirar de su aliento, ha pasado una semana sin ella, ¿cómo vivir una eternidad sin ella?, ¿cómo vivir una vida terrenal que se forma de segundos, minutos, horas, días, semanas, meses, años y décadas, sin ella?
Ella recorre con su mano mi cuello al amanecer, me besa y siento una lágrima en mi espalda, ¿Por qué llora?, me pregunto entre mis sueños. Se acerca a mí en la oscuridad del cuarto, mira mi rostro veo su silueta, se ha vestido. Se acerca y me pregunta si estoy dormido. Le contesto entre sueños que sueño con ella, ella responde, “sigue soñando, no dejes de soñar conmigo”. Toma mi mano, y me dice: “esto que tengo aquí es para ti, tú y nadie más merece tenerla, un día entenderás por qué te la di, a ti y solo a ti”. Siento una cajita metálica, ella dirige mi mano al buró y bajo la lámpara suelto la caja. Me da un beso nuevamente en mis labios y me dice: “no dejes de soñar conmigo, mi príncipe revolucionario”. Yo continúo soñando con ella.
Vuelvo en sí y en medio del caos de mi taller de arte, rodeada de tinteros, escuadras, reglas y libros, la moneda habita, cerca de mis plumas de dibujo y lapiceros donde visualizo proyectos de arte, de diseño y de fotografía, donde imagino historias y donde recorro las imágenes de la patria grande, ahí está ella, la moneda del segundo imperio mexicano que Ana me dejó. Quiero entender lo que entre sueños me dijo, debo conocer su historia, la historia de ella. Parece el único consuelo, la única razón de existir, ¿descubrir la historia de ambas me acercará a ella?
II
La mano derecha del hombre sostiene la moneda en la punta de su dedo índice, con la otra mano sostiene el lente que le permite observar con detenimiento la pequeña pieza de oro que lleva su nombre. El hombre pone la moneda con cuidado en la caja de rapé, queda en silencio por unos minutos y camina pensativo. Le da vuelta a la moneda con cuidado y la observa nuevamente. En el cuarto nadie se atreve a decir palabra alguna, todos están en silencio. De pronto su barbilla se eleva, con ojos altivos mira a los mortales que le rodean, fija su mirada en cada uno, excepto en esa diosa de él, con ella no puede sostener la mirada, ella es su esposa, la que dejó Austria para venir al Die neue welt, — el nuevo mundo–. Mira la techumbre del palacio, levanta los brazos y exclama: “¡Emperador Maximiliano!”. Se rompe el silencio. Todos aplauden.
Su rostro marcado finamente en las monedas de un peso de su imperio, él es emperador, ha entrado a la historia, su figura vivirá eternamente, él es ya inmortal. Su moneda remplazaría el de la corona anterior, e impulsaría la vida comercial, nacional e internacional de México, ese país “bárbaro” mostrará un rostro digno al mundo. La pieza es una obra de arte de la numismática, — piensa él a sus adentro. Y la historia así lo confirmará. Junto a él están Sebastián Navalón, Cayetano Ocampo y Antonio Spíritu, los creadores de tan bella pieza. El emperador Maximiliano toma la caja de Rapé e intenta dárselas, ellos responden. “No, su alteza, esta muestra original es de usted, es la primera que se ha acuñado, debe estar con usted aquí, en su palacio”. El mira con beneplácito, y se da cuenta que los españoles hicieron un trabajo honorable al educar a este pueblo. Pero el imperio de él pasará a la historia, será un gran monarca del continente americano, todos verán su rostro tallado en oro, desde la tierra del fuego hasta los Estados Unidos. Tarde o temprano el país del norte deberá voltear la espalda a Juárez, piensa el emperador.
Las noticias que le llegan del norte es que Juárez se ha instalado en la frontera, en Chihuahua ha establecido su gobierno, ha tenido que irse lo más lejos de la capital mexicana para retomar fuerzas, ordenar su ejército y restablecer el sistema republicano y democrático. Juárez es un creyente ferviente del modelo liberal de los Estados Unidos, admira su economía, su religión y los principios que les rigen de los legendarios padres fundadores. Juárez sabe que al final las ideas de su amigo Abraham Lincoln son las que darán cauce a la unidad de la nación del norte de la que él vislumbra como el nuevo orden mundial. Juárez desea que México sea una versión de la democracia anglosajona, para esto hay que limitar a la iglesia católica que mantiene al pueblo atrasado, capturados en la ignorancia religiosa, en las plegarias infructuosas, bajo el puño de los curas. Qué distinto es el protestantismo cuya filosofía del trabajo los ha avanzado, no veneran las imágenes, sino la escritura y su análisis, esa es la diferencia, piensa Juárez. Mientras una religión orilla a sus habitantes a la superstición la otra lo orienta a la reflexión, al cuidado de sus hábitos y trabajar para el mañana.
Los años en el exilio le permiten a Juárez observar cómo trabaja Tejas, cómo trabajan sus campos, como comercian, y a pesar de ser ya un territorio perdido, admira lo que ese gigante ha hecho.
Juárez observa con sumo cuidado el rostro tallado en ese peso de oro, ve a quien usurpó el poder con el apoyo del imperio Frances. Juárez está parado frente a la mesa y en esta se despliega un mapa continental, y con un chorro de tinta traza una frontera, sabe que Maximiliano en el poder orillará a todo el continente hispano parlante a seguir el ejemplo de México, si Maximiliano triunfa las luchas de independencia habrán sido en vano. Da un manotazo a la mesa y la pequeña moneda salta, cae y se pierde en el piso, se confunde como una mancha, es tan pequeña que desaparece, así Juárez piensa, desaparecerá este imperio, no es Maximiliano el que quedará en la historia de México y del continente, sino él, que se mueve como el viento, Juárez es amigo del viento.
— ¿Qué significa todo esto? — Pienso a mis adentros. Esta moneda en la ostentosa caja de rape, que contrasta entre la simplicidad de mis portaminas y del minimalismo de mi estudio. ¿Cómo pasó del Castillo de Chapultepec a mi taller en Philadelphia?
Recuerdo que Ana, sostenía en sus manos libros de plegarias y oraciones como si fuera balanza de la justicia, profesaba un amor profundo por la religión católica que le fue heredada de sus antepasados y de sus progenitores, y a la vez reconocía el daño que le causaba, pues esta misma la sofocaba y aprisionaba, mil veces intentaba liberarse de ella, pero volvía al rezo antiguo de sus padres.
— Tú no me entiendes Ernesto porque tú creciste protestante, con esa mentalidad analítica y pragmática, mientras para nosotros la culpa nos guía al arrepentimiento profundo en nuestros lloros, rezos y plegarias, en nuestras mandas y exvotos, ustedes con una simple oración han ganado la eternidad, esa Ernesto es una religión sin sabor–. La escucharía con atención pues se expresaba con pasión y sensualidad cuando de religión se hablaba, la religión excitaba sus pechos, se marcaban sus pezones en la tela de su blusa. Siempre terminaríamos engarzados haciendo el amor, — Ernesto, esto también es religión, esto es sagrado, somos uno, no me dejes Ernesto, no me abandones, y si te mueres Ernesto qué va a ser de mi, no te mueras, no te mueras.– me repetía mientras llegábamos al orgasmo. ¿Cómo es que la religión que negaba su sexo, la excitaba? ¿No era acaso el mismo dilema de Juárez? ¿Qué sería México sin su folklore? ¿No es acaso la religión, el ritualismo y la superstición los que crean el folklore mexicano? ¿Por qué Juárez quisiera borrarlo y terminar con toda esa sensualidad cultural, que a la vez es culposa y negada? La religión católica se había convertido en prisión y motivo de existencia de México y de Ana, ¿Cómo pueden engarzarse, y hacer el amor los sueños de libertad y progreso con el pensamiento ritual, metafísico y lleno de culpa religiosa? — Me pregunto.
III
El muchacho que limpiaba la pieza del presidente vio la moneda en el piso, tuvo que poner saliva en el dedo para recogerla y se la llevo a la bolsa.
Juárez prevaleció en la historia, su imagen ha estado en monedas de 20 centavos, 20 pesos y 200 pesos. Sin embargo, el primer peso mexicano fue el de Maximiliano, pero su imagen no fue la que pasó a la posteridad. Su paso por México, sin embargo, dejó abierta la herida que no cierra, y que es un eterno dilema entre ser libres de pensamiento o esclavos de las conquistas del pasado. Así como los antiguos Tlatoanis cubrirían las pirámides de sus antecesores para re-escribir la historia. El triunfo de Juárez y su regreso a la presidencia, marcaría el inicio para re-escribir la historia de México. A la muerte de Juárez en 1872, el sucesor Sebastian Lerdo de Tejada y después el héroe y dictador Porfirio Díaz, cambiarían el nombre de “El paseo de la emperatriz” obra que el emperador Maximiliano hizo a su real majestad Carlota de México, para conectar el castillo de Chapultepec con el centro de la ciudad, a “El paseo de la reforma”. Así, y como si la invasión francesa no se hubiera ido, los reformadores hicieron su propio paseo al estilo de los Champs-Élysées,influenciados por la traza parisina, el paseo debía ser motivo para recordar al pueblo de México los nuevos ideales, y los nuevos héroes, la de la segunda transformación, la segunda independencia.
Si con Juárez el protestantismo llegó a México, con Díaz la idea de progreso, la industria, las ciencias, la arquitectura y las grandes obras tomarían auge, y con este también un sistema de explotación social y de creciente pobreza reflejada en el sistema de hacienda. Seducido por la idea de ser emperador, Díaz decidió ser dictador, un dictador presidente, ¿no es así como se resuelve la controversial historia del México moderno? México debe ser republicano, debe evitar a toda costa ser una monarquía, pero no tiene lugar para la democracia. Así, México debe tener expresiones protestantes, progresistas junto con palacios estilo Versalles y hemiciclos europeos, pero el catolicismo debe prevalecer. Díaz seducido por el invasor imperial añade a su paso el toque francés como para guardar la memoria del segundo imperio. Si Andrés Manuel López Obrador supiera, que su afición por Juárez le lleva a un paso, tan solo a un paso para ser Díaz, quizá se regresaría a “la chingada”, o iría a catedral más seguido para ver al Cristo del Veneno y ser un poco más católico, quizá se asomaría más seguido desde las ventanas de palacio nacional, para ver el templo mayor y las siete etapas de la construcción, y se preguntaría si en realidad está cubriendo la historia con una cuarta transformación, o tan solo remoza el paseo de los dictadores de México. Vaya dilema el que se le presenta al buen Andrés.
–Yo soy de izquierda Ernesto, pero tu eres de una izquierda radical, ¿en verdad tomarías las armas Ernesto para liberar a México?–. En silencio la escucharía mientras cavilaba en sus palabras. — Si fuera necesario y el único camino, sí, sí lo haría–. Le contestaría. Ella se quedaría pensativa. — Ernesto, es que tu no has vivido una revolución, yo sí la he vivido, yo sí he visto las balas de cerca, yo sí he escuchado los gritos de las mujeres llorar por sus hijos, he visto el odio marcado en las paredes, las frases de “muerte al dictador”, y me enteré de ejecuciones en mi infancia–. El tema la alteraba. Nos quedábamos en silencio. — Ernesto, ¿me dejarías para ir a hacer tu revolución a México? Estamos al final de nuestros doctorados, tú puedes hacer más bien desde aquí que estando allá. Me espanta la idea de que si regresas eso nos separe y también signifique tu muerte ¿Por qué deseas ser José Martí? ¿Por qué no puedes ser Alberto Rembao? Ya ves, Martí fue asesinado rápidamente a su llegada a Cuba, él no era hombre de balas, sin embargo desde acá su pluma despertó a todo un país, a todo un continente–. Las palabras de ella calaban dentro de mí, no quería reconocerlo, pero ella tenía razón, yo nunca he tomado una arma, siempre he participado en la lucha pacífica, pero el hartazgo social me hace pensar si es tiempo de sublevarse al sistema e ir más allá de retóricas. Lejos de la patria me siento como un cobarde que solo usa la pluma, quizá debí quedarme en Chiapas cuando pude, cuando recorrí pueblo por pueblo, cuando serví de enlace entre los comandantes y el frente zapatistas en la ciudad. En aquellos días el gobierno de Zedillo nos tenía bien ubicados a la juventud revolucionaria, no fueron pocas las veces que noté que me seguían hombres de casquete corto, todos sabíamos que eran soldados encubiertos. En aquellos días me apuraba a caminar al metro universidad para perderme entre el gentío mientras llevaba conmigo los mensajes que la Dra. Julieta Marroquín me daba en la Escuela Nacional de Antropología e Historia, tomaba varias líneas del metro para perder a quienes me seguían y salía lejos de la estación la Tapo para despistar. Algunas veces caminé hasta 15 kilómetros para tomar en la madrugada el primer autobús a Oaxaca, y de Oaxaca a la Venta en Tabasco y de ahí, internarme a Chiapas, no era debido hacer el viaje directo a San Cristóbal o a Tuxtla Gutiérrrez. La juventud de aquellos años sabíamos del riesgo que corríamos, pero no íbamos a dejar a los compañeros y a las compañeras zapatistas solos ante la presión de los paramilitares y del mismo ejército. Sí, he visto la revolución, pero no como Ana la vivió. Mientras ella descansa en mi pecho dormida se lo dejo saber entre sueños.
Cuando los franceses partieron, la fuerzas de Juárez comenzaron a tomar control del país, la resistencia conservadora pronto cedería. Así, la emperatriz Carlota de México partió a Europa a pedir el apoyo del Papa, no podía dejar que su esposo fuera capturado, el Papa y los demás reyes no la escucharon, la dejaron a su suerte ¿Quién se iba a interesar en un reino perdido?, una guerra con México no solo sería infructuosa, sino un mal negocio. Una tarde le llagaron las noticias de que su esposo fue capturado y ejecutado en el cerro de las tres campanas. El pecado de Maximiliano fue gobernar un país a punta de espada extranjera. Carlota que había sido una diosa terminaría recluida en la torre del castillo de Miramar que Maximiliano construyó. La emperatriz moriría como una mujer anciana en el delirio, así pasó 70 años de su vida, el poder y la ignominia son fórmula para la locura. Carlota salió con pocas pertenencias del Castillo de Chapultepec, en su última mirada vio la moneda en su caja de rape, decidió dejarla en la alcoba bajo la lampara del buró. Ella temía que si la llevaba consigo significaría la muerte de su esposo, llevarla sería pensar que todo estaba perdido. La dejó.
El 15 de julio de 1867 Juárez entró a la capital y pronunció un mensaje que quedaría para la posteridad, que le valdría el nombramiento eterno de ser el benemérito de las Américas, su valentía y travesía sería un ejemplo para las naciones del continente, no fue la moneda de Maximiliano la que prevaleció, sino el mensaje claro para las fuerzas invasoras europeas, él declararía: “Entre los individuos, como entre las naciones, el respeto al derecho ajeno es la paz”, era una manera elegante de marcar un límite a los poderes extranjeros, por segunda vez México ganaba su independencia y esta vez derrotaba a los conservadores, la república triunfaba, pero no así en el ethos de la población, quienes constantemente clamaban por un tlatoani, una emperatriz, un castillo, un mesías, un cristo, una virgen, un rey, un emperador, un dictador.
Ni Ana, ni yo, eramos distintos al resto. Al menos eso pensamos.
(Continuará)
Obed Arango
Obed es mexicano, ciudadano de la América Latina, artista visual y antropólogo. Director de CCATE y profesor de University of Pennsylvania.