Por Aura Cruz Aburto
La mesa está puesta
Paisaje y viento. Un columpio al centro en forma de esfera hecha de alambre donde esperaba encontrar a Henry columpiándose, lo cual no sucedió para mi sorpresa.
Al lado de esta esfera estaba dispuesta una mesa alrededor de un fogón (ni tan) improvisado que estaba calentando un gran cazo de cobre y que despedía un olor fantástico. La mesa tenía 7 sillas exactamente, un número que no era mero accidente sino un recuerdo frecuente de las aficiones cínico-simbólicas a las que el Henry era un aficionado: 6 discípulos, un número maligno de discípulos con la tensión del divino número total: el número 7. Ya justo en su cumpleaños número 66 había hecho la fiesta de onomástico más inolvidable. Esta vez seríamos 6 discípulos en la mesa y 1 maestro en la silla central que tenía frente un gran letrero que decía “Maestro Diablo”.
¡Ay “Maestro Diablo”! cómo no recordar el día que te hiciste de ese mote: casi morías atropellado por tu performance demostrativo de “cómo se cruzan las calles en México” y, para cuando estabas tendido en el suelo tras haber sido arrollado por un taxi, un pobre hombre se acercó desesperado a ver si respirabas y se puso a rezar hincado junto a tu cuerpo… entonces saltaste de un brinco y dijiste con tu voz ronca y con ese “szeszeo” tan característico de tu hablar: “Yo szoy el diablo” jajajaja.
Ahí estábamos frente a la mesa y fuimos tomando nuestros lugares. A tu derecha habías dispuesto un lugar para el elemental José Carlos. La verdad yo no entendía, de entrada, por qué habías elegido a un bruto como ese, pero bueno… he de decir que algo que siempre hiciste fue sorprenderme… A tu izquierda estaba yo, me dio gusto, ya sabes, soy zurda y me causaba gracia que quisieras molestarme diciéndome “siniestra”. Junto a mí estaba Lucy y, de frente a ella, estaba Valerio. Alexander y Adalberto, finalmente, habían quedado frente a tí… la mesa era de planta circular con un hueco al centro que contenía una especie de fogón que mantenía la comida caliente.
Alexander
No tardó en llegar Alexander, quien sabíamos que no disfrutaba particularmente de los encuentros multitudinarios, si bien era un gran pensador y conversador con quienes sentía cercanos. Aunque siempre había sido tan diferente a tí, él también sería un magnífico maestro. Recuerdo que cuando lo conocí era capaz de entrelazar y asociar ideas aparentemente imposibles de emparentar y, con ello, abrir todo un panorama de posibilidades. También era sin duda una “máquina” de referencias y lecturas… quizá, entonces, sólo le hacía falta hacer escuchar su voz que tímidamente asomaba como un tenue eco entre esas asociaciones inauditas.
Así, llegó Alexander, ataviado también de negro, pero no con ese negro estridentista como el de Adalberto, negro que con su ausencia de luz más que silencio sería un grito absoluto. En cambio, la manera en que Alexander se ataviaba de negro era el de un silencio visual radical que se asemejaba a su paso ligero, un paso que flota. Por eso digo que Alexander también sería un maestro pero sin el histrionismo de Henry ni la salvaje expresión de Adalberto, sino un maestro que enseñaba a ver de la arquitectura su comportamiento diagramático: las operaciones vitales a las que daría lugar así como aquellas a las que cancelaría, el quería sacar a la luz “el truco”. En este sentido, Alexander era una especie de antítesis de Adalberto y, aunque nunca negó el genio de éste, siempre dejó entrever que era un espíritu dominante. Alexander, en cambio, siempre más sutil, lo que hacía era fungir como un catalizador para que cada cual tuviera sus propias revelaciones, era un anarquista del pensamiento, un amante de la libertad radical. Creo que ahora que pienso en estos caracteres diferenciadores de Alexander y Adalberto –ellos también maestros como Henry– entiendo por qué fueron destinados a sentarse a la mesa, casi frente al lugar del “Diablo”.
Para ese momento de la cena, yo estaba muy contenta. Claro, me hacía falta Henry pero era maravilloso estar con mi mejor amiga y esos dos grandes y contrastantes maestros entrañables. Lucy siempre había sido mi cómplice, crecimos, padecimos y nos sorprendimos juntas. Adalberto, sin duda nos tenía deslumbradas y, bueno, habrá que decirlo ahora, lo seguirá haciendo en tanto genio revelador de las fuerzas creadoras del cosmos, aunque no necesariamente como individuo: cuando alguna vez estudié la figura del genio kantiana el rostro que vino a mi cabeza era el de ese señor mezquino que a la vez es capaz de un don inigualable para crear mundos nuevos que habitar. Probablemente por eso tiene los ojos desorbitados, lo atraviesa algo que, por supuesto, es más grande que su individualidad: la fuerza creadora de la vida.
Y bueno, qué decir de Alexander, ese maestro que es amigo, Amigo. Uno tal que como dice él, es un “Benjamin Button” en lo político: entre más años reúne, más radical se vuelve, en vez de más conservador como suele suceder. Y, curiosamente, Alexander también se conserva incomprensiblemente joven (no se lo digan a nadie, pero estoy segura que tiene un retrato escondido desastrosamente envejecido en un recóndito rincón de su apartamento.)
Después de un rato de estar plácidamente sentada, pletórica de alegría por estar junto a seres tan diversos y entrañables sonó el timbre de la Torre. Parece broma, pero el cielo se nubló un poquito y dejamos, por un momento, de ver el Sol de la tarde que caía sobre el bosque de Chapultepec que estaba frente a la Torre: llegó Valerio.
Pasiones tristes
Hacía ya unos años, Valerio me impactó con la “corrección de proyecto” más linda que había tenido hasta entonces como estudiante de arquitectura. En ese entonces estaba arrobada con la fuerza expresiva del art nouveau y su bellísimo organicismo, no tanto porque pretendiera reproducir a la naturaleza, que no lo hacía, sino de recuperar su gesto como fuerza, su gesto de “látigo”, de relámpago de vida. Valerio, a quien a partir de entonces llamamos Sensei, se limitó a compartir una historia:
Alguna vez existió un próspero rey en Venecia que mandó llamar a los mejores artistas de su ciudad y a los más destacados pintores chinos. Mandó construir dos muros, uno frente al otro, y colocó una cortina de terciopelo entre ellos. Tuvieron una semana para crear la más bella obra de arte jamás pensada en el muro que a cada uno tocó. Cuando llegó el momento, se corrió la cortina. Los artistas venecianos habían hecho el mural más deslumbrante, copioso de elementos, bellos pájaros y el dorado color del atardecer… casi cobraba vida. Los pintores chinos se limitaron a pulir su muro hasta convertirlo en un espejo que reflejaba el mural veneciano.
Ay Valerio, cómo explicarte el impacto que ese bello cuento, al que no tuviste que añadir nada, me dio y me sigue dando. Sin embargo, años más tarde, te reencontré como un joven-viejo (contrario al niño-viejito que solías decir que era Henry). No sé cómo esa sensibilidad lúcida y suave que te caracterizaba fue herida al grado de convertirse en renuncia y asqueo.
Ese día, Valerio llegó ataviado con su tradicional color gris. Con su gesto adusto nos saludó y se sentó un poco alejado y, bueno, trató de conversar con Alexander. A nosotras nos saludó con cierta displicencia y aparente sentido de superioridad… Nunca entendí porqué una persona a la que la vida podía tocar tanto, sólo retomó la fase destructiva de lo que supone vivir afectado: la impotencia.
Henry, es verdad, era una especie de Dionisio, ese dios griego de la sobreabundancia, del juego, del erotismo… nos mostraba que vivir era dejarse atravesar y mutar, y bueno, hay que decirlo, también tenía la cara de la pulsión de muerte… era el deseo encarnado en su doble aspecto: creación y destructividad. Y tú, Valerio, te quedaste con la pura pasión triste, con el desencanto. Valerio, el amargo.
El bruto
Qué puedo decir, esa noche que ya no sería perfecta, todavía podía empeorar, jajaja.
Llegó José Carlos con su “bufandita” casual, quesque muy elegante. Este tipo era, ya sabrán, un falso optimista, algo así como una falsa antítesis de Valerio. Digo falsa porque, en todo caso, la verdadera antítesis sería Henry. Si, por un lado, Valerio era la decepción andante, José Carlos era un pobre sujeto-producto de todo un adiestramiento del autoengaño: no en balde, y con toda la ironía del mundo le habíamos bautizado como “el coach” –algo que, por cierto, siempre le enorgulleció, jajajajajajaja. En fin, un ser alienadísimo, detestable que, para colmo, creía ser un iluminado, un modelo de superación.
Lo peor del caso venía cuando, al no saberse venerado, embestía con toda una furia y una agresividad que desnudaba la falsedad de su “positividad”: en realidad en quienes son incapaces de reconocer el conflicto que les habita, emerge un fascismo interior que supone un dictadura de sí plagada de autocensura acompañada de juicios demoledores hacia los demás “imperfectos”… ese era José Carlos. Sí, el que se sentaría a la derecha en la mesa y al que, de verdad, no entiendo por qué invitó el cabrón del Master of Disaster. A veces pienso, que hasta él necesitaba un ingenuo que no cuestionara su truco, o quizá lo que necesitaba era reflejar sus miserias en alguien.
Aura R. Cruz Aburto
Aura es filósofa mexicana, latinoamericana orgullosa, es también artista espacial, textil y visual que busca dar de cuando en cuando con “la frágil unidad poética”. Profesora de la Universidad Nacional Autónoma de México, Tec de Monterrey e investigadora independiente.
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