Por Obed Arango
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“Ausencia”, Foto por Obed Arango
VIII
9-29-21 Ernesto, mira la moneda en su estudio, esta vez no la saca de su caja de rapé, en la nostalgia que le envuelve los viernes en la tarde cuando todo se hace silencio en él, aun guarda una esperanza de encontrarse con Ana Luisa, el amor de su vida. Ella desapareció como los desparecidos de Buenos Aires bajo el régimen de Videla. Desapareció como si un portal en el tiempo la hubiera llevado a los días de Maximiliano, de Juarez o de Porfirio y caminó por la historia con ellos.
Se sirve un vino tinto, y corta un trozo de chocolate. Rodeado de papeles, y de pistas, piensa cuál es su siguiente paso. Ramiro el viejo ebanista quizá ya murió, han pasado 44 años desde el golpe de estado, si el hombre tenía 50, hoy es un carpintero de 94, las madres de ayer, hoy son abuelas y bisabuelas, y las hijas desparecidas viven en la memoria del pueblo.
Pero Ana Luisa es distinta, sí, está desaparecida, pero es una memoria viva en la que tiene aun presente su fragancia, su voz, su risa, la mirada de sus ojos, el pensamiento profundo e inteligente, y la forma intima de cómo se excita y se pierde en el orgasmo con un grito final, puede aun sentirla temblorosa en sus brazos en la oscuridad, ella yace exhausta. El está exhausto en su agonía. Olvidarla no es opción.
IX
Ernesto contempla la moneda.
X
(11-26-21)
Inquieto esa mañana de primero de junio de 1978, Carlos va a la vitrina y observa la colección del poder. Por primera vez contempla la moneda en silencio. Antes había visto la moneda, esta vez la contempla, la saca de su caja de rapé y la coloca en su dedo. Como un instante recorre la historia en él, puede ver a Maximiliano exclamando de gozo, puede escuchar la voz de Don Porfirio dando órdenes, puede ver el rostro Carmelita perdida con los ojos en la techumbre mientras el viejo Porfirio muestra ser un hombre recio. Puede recordar a Videla entregando la moneda y confiriendo el control de su aparato represivo.
Esa mañana por impulso llevó a Ana Luisa a la Casa Rosada, ¿por qué lo hizo? No lo podía saber, solo quería compartir un rato con su hija, hacerla sentir especial, seguro Videla estaría feliz de verla, que ella pudiera correr entre los pasillos y entre los salones, saltar y sonreir como una princesa. Y así lo hizo, Carlos llevo a Ana Luisa, la subio al despacho de Videla, el dictador la vio con sorpresa, pero con agrado. Hasta el mismo general se derretía ante los encantos de la niña de ojos verdes, cuyas luciérnagas se desplegaba como banderas de luz.
— Necesito hablar con tu padre, ¿Por qué no vas por allá quizá encuentres a un viejo amigo?
La adolescente salió saltando y al cruzar el pasillo continuo al despacho de Videla, la niña no parecía intimidarse por la suntuosidad del edificio marcado por maderas finas en sus remates. Ahí estaba a unos metros de ella su gran amigo. Ana Luisa dejo de saltar y soltó un grito de alegría, “Don Ramiro” exclamo. Don Ramiro que justo estaba apunto de usar el taladro de mano casi lo suelta desde la altura del andamio y para su sorpresa mira hacia abajo a esa niña de rubia cabellera que llama su nombre de la manera más dulce que alguien puede hacer. Don Ramiro interrumpió su trabajo y bajo, se sacudió las manos y le extendió un saludo a Ana Luisa, que a su vez se olvido de formalidades para abrazarlo como quien abraza a un abuelo. Ana Luisa nunca tuvo uno, nunca conocio a los padres de Carlos ni de Ana María. Don Ramiro era lo más cercano a un abuelo para ella. No cabía de la sorpresa Don Ramiro cuando ella le tomó la mano y le pregunto por qué trabajaba ahí, a los que el contesto “para que esta casa cuando sea para todos, se vea linda como un palacio”. La niña escuchó pero no pensó mucho las palabras del carpintero y le propuso una idea descabellada.
— Don Ramiro en nuestro camino para acá vi a un grupo de mujeres con pañuelos blancos en la cabeza caminar en círculo frente a la casa. Pregunté a mi padre quienes eran pero no me respondió, no dijo nada. Los pañuelos de ellas son como el que usted me dio para sanar mi herida. ¿Podemos ir afuera para verlas? ¿Iría usted conmigo? Quiero saber quienes son.
Don Ramiro se sorprendió de la propuesta de la niña, tembló porque sabía que su hermana estaría ahí. ¿Qué pasaría si le reconoce? ¿qué pasaría si le saluda con la niña en la mano?
Don Ramiro se negó al inicio argumentando que tenía mucho trabajo, pero ante la insistencia de la niña se acercó al despacho y pidió al guardia pedir hablar con Don Carlos. Un par de minutos después estaban la niña y Don Ramiro dentro del despacho desde donde se veía la plaza de mayo.
— Papá quiero ir con Don Ramiro a caminar, ¿me dejas?
Carlos que se encontraba pensativo solo afirmó. Y dijo, — sí está bien, vayan.
El carpintero y la adolescente bajaron las amplias escalinatas, vieron los grandes muros, cruzaron cada puerta vigilada y se encontraron afuera del enrejado. ¿Por qué había aceptado esa locura? La niña le jalo de la mano y pronto se posicionaron cerca del obelisco de mayo en el que las mujeres daban vueltas. Don Ramiro vio a su hermana, y con el dedo en la boca le pidió silencio. La hermana vio al carpintero con la adolescente. Ana Luisa observaba y leía algunas pancartas, nombres, muchos nombres entre los que se intercalaba el nombre de unas madres “Azucena Villaflor”. Qué bello nombre pensó la niña que era una pequeña poeta, el nombre de una flor con un jardín o una villa del mismo nombre. Por un momento las madres le parecieron todas flores de azucenas blancas que caminaban en círculo como un jardín en movimiento. Ana Luisa no sabía porqué caminaban, no entendía lo que pasaba, pero lo que veía frente a sus ojos era una de las más bellas y poderosas imágenes que jamás olvidaría, que marcaría su historia, un jardín lleno de flores que caminan.
Don Ramiro vio en los ojos de Ana Luisa un amor profundo por esas madres, la pequeña poeta buscaba las palabras. Él, le jaló levemente la mano y le pidió que regresaran, ya habían pasado varios minutos desde que salieron y seguro la junta de su padre con el general había terminado. Regresaron al palacio, cruzaron cada puerta, cada muro, y él se sintió como si iba rumbo al matadero. Cómo explicaría frente a su padre y frente al general lo que habían visto. La niña le repetía, “Don Ramiro, son todas como flores de azucena que caminan en círculo, son un jardín en movimiento”. Don Ramiro, se puso en una rodilla y le prometió que le explicaría, pero que adentro no quería que comentara porque no deseaba interrumpir la conversación del general con su padre. Así fue, Ana Luisa se quedó con el carpintero cerca del andamio, hasta que al cabo de unos minutos Carlos salió del despacho presidencial, encontró a Ana Luisa, saludo a Don Ramiro y salió apresurado, Ana Luisa solo pudo agitar su mano y con los ojos decir adiós.
Don Ramiro se sentó en el andamio para tomar un respiro cuando el general Videla llamó su nombre, “Don Ramiro, qué trabajo tan magnífico”. El carpintero sólo inclinó su cabeza en señal de gracias y recogió sus herramientas y salió.
Ana Luisa aún sentía la sensación de las manos callosas de Don Ramiro, las manos de ella en cambio eran tiernas, libres de marcas, suaves, pero las de él eran fuertes, marcadas, con cicatrices y con una piel dura. Ella se sintió protegida por esas manos y se preguntaba si así era tener un abuelo.
En el camino Carlos no decía nada, pero observaba a su hija que miraba todo por la ventana, y se dio cuenta que ella despertaba al mundo, ya no podía crecer solo entre las paredes de la casona o en los viajes a la casa de Mar de Plata. Ana Luisa se convertía en una mujercita, en una bella adolescente.
La encomienda de Videla a Carlos era mantener a raya las protestas durante el mundial, si era necesario acelerar el encarcelamiento de los jóvenes, sofocar las protestas, y desprestigiar a las molestas madres lo hiciera, sin misericordia y sin titubeos. Carlos decidió infiltrar jóvenes al movimiento para conocer de fondo quiénes eran esas madres, y cuáles eran sus planes. Mientras los ojos de Carlos se perdían en el horizonte y pensaba en cómo apabullar a ese movimiento de pañuelos blancos, en el mismo auto también Ana Luisa perdía su mirada en el cielo con la imagen mágica de un jardín en movimiento. Padre e hija eran opuestos, miraban distinto la vida y los tiempos.
Los siguientes días Ana Luisa pidió a su madre que la llevará a la biblioteca Municipal Miguel Cané, ese era uno de sus lugares favoritos, se perdía entre esos muros llenos de libros. Le gustaba sentarse en esos pequeños estudios y leer. Ahí es donde vio nuevamente a las madres quienes entregaban volantes impresos en mimeógrafo, y en el que denunciaban las desapariciones de miles de jóvenes. Los transeúntes se alejaban de ellas, otros de manera sigilosa se acercaban para tomar un papel que doblaban rápidamente y se lo metían al pantalón o entre la falda. Todos sabían que ellas eran observadas, pero esas madres valientes se sentían ya muertas en vida, con un dolor intenso que cargaban a cuestas, sus hijos, sus hijas desaparecidas. Ana Luisa comenzó a entender y a atar cabos. ¿Quién era el general Videla en realidad? ¿Por qué estas mujeres lo acusan de asesino? ¿Por qué su padre, ese hombre que tanto ha admirado es amigo del general? ¿Por qué va todo el tiempo a la Casa Rosada? ¿Por qué Don Ramiro trabaja allá? Todas estas interrogantes ondulaban por su cabeza, como pensamientos que iban y venían, mareaban su entender, y le daba miedo saber las respuestas.
“Ernesto, tú no has vivido una revolución como yo la viví”, recordaba Ernesto aquella tarde de verano en que ella le preguntaba si se atrevería a tomar las armas. Ernesto, sabía que la respuesta estaba en Argentina.
English Version:
“Amanecer”. Foto por Obed Arango.
VIII
9-29-21 Ernesto looks at the coin in his study, this time he does not take it out of his snuff-box; in the nostalgia that envelops him on Friday afternoons when everything falls silent within him, he still maintains a hope of finding himself with Ana Luisa. She disappeared like the disappeared of Buenos Aires under Videla’s regime. She disappeared as if a portal in time had taken her to the days of Maximilian, Juarez, or Porfirio and she walked through history with them.
He pours a glass of red wine and cuts a piece of chocolate. Surrounded by papers and clues, he thinks about his next step. Ramiro, the old cabinetmaker, may have already died; 44 years have passed since the coup d’état, and if the man was 50 then, he must now be a 94-year-old carpenter. Yesterday’s mothers are today’s grandmothers and great-grandmothers, and the missing daughters live in the town’s memory.
But Ana Luisa is different. Yes, she is missing, but she is a living memory in the way her fragrance, her voice, her laughter, the look in her eyes, her deep and intelligent thoughts, and the intimate way in which she excites and loses himself in orgasm with a final scream. He can still feel her trembling in his arms in the darkness as she lies exhausted. He is exhausted in his agony. Forgetting it is not an option.
IX
Ernesto contemplates the coin.
X
(11-26-21)
Restless that morning of June 1, 1978, Carlos goes to the display case and observes the collection of power. He had seen the coin before, but for the first time, he takes it out of his snuff-box and places it on his finger. He contemplates it in silence. For a moment, history passes right through him, and he can see Maximiliano exclaiming with joy, can hear the voice of Don Porfirio giving orders, can see the lost look on Carmelita’s face as she stares at the ceiling while old Porfirio shows himself to be a hardy man. He can remember Videla handing over the coin and conferring control of his repressive apparatus.
That morning, on impulse, he took Ana Luisa to the Casa Rosada. Why did he do it? He didn’t know, he just wanted to spend some time with her daughter and make her feel special; I’m sure Videla would be happy to see that she could run between the hallways and classrooms, jumping and smiling like a princess. And so Carlos took Ana Luisa up to Videla’s office; the dictator saw her with surprise and a hint of pleasure. Even the general himself melted before the charms of the girl with green eyes, whose fireflies unfurled like banners of light.
— I need to talk to your father, why don’t you go over there? Maybe you’ll find an old friend.
The teenager jumped out and crossed the continuous hallway to Videla’s office; the girl did not seem intimidated by the opulence of the building, marked by fine wood in its finishes. A few meters away from her stood her great friend; Ana Luisa stopped jumping and let out a cry of joy, “Don Ramiro,” she exclaimed. Don Ramiro, who was just about to use the hand drill, almost dropped it from the height of the scaffolding, and to his surprise, he looked down at that girl with blonde hair who called his name in the sweetest way anyone could do. Don Ramiro interrupted his work and went downstairs, shook his hands, and greeted Ana Luisa, who in turn forgot about formalities and hugged him like a grandfather. Ana Luisa never had one, she never met Carlos’s or Ana María’s parents. Don Ramiro was the closest thing to a grandfather for her. Don Ramiro was beyond surprised when she took his hand and asked him why he worked there, to which he replied, “So that this house, when it is for everyone, looks beautiful like a palace.” The girl listened but did not think much about the carpenter’s words and proposed a crazy idea.
— Don Ramiro on our way here I saw a group of women with white scarves on their heads walking in a circle in front of the house. I asked my father who they were but he didn’t answer me— he didn’t say anything. Their handkerchiefs are like the one you gave me to heal my wound. Can we go outside to see them? Would you go with me? I want to know who they are.
Don Ramiro was surprised by the girl’s proposal. He trembled, as he knew that his sister would be there. What would happen if she recognized him? What would happen if she greeted him with the girl in his hand?
Don Ramiro refused at first, arguing that he had a lot of work, but at the girl’s insistence, he approached the office and asked the guard to speak with Don Carlos. A couple of minutes later, the girl and Don Ramiro were inside the office from where the Plaza de Mayo could be seen.
— Dad, I want to go for a walk with Don Ramiro, would you let me?
Carlos, lost in thought, only responded — yes it’s okay, go.
The carpenter and the teenager went down the wide stairs, saw the great walls, crossed each guarded door, and found themselves outside the grating. Why had he accepted this madness? The girl pulled him by the hand, and soon, they were positioned near the May obelisk where the women were spinning. Don Ramiro saw his sister, and with his finger on his mouth, he insisted on her silence. The sister saw the carpenter with the teenager. Ana Luisa observed and read some banners, names, many names among which the names of some mothers were interwoven. “Azucena Villaflor”. What a beautiful name, the little poet thought; the name of a flower with a garden or a village of the same name. For a moment, the mothers seemed to him white lily flowers walking in a circle— like a garden in motion. Ana Luisa did not know why they were walking, she did not understand what was happening, but what she saw in front of her was the most beautiful and powerful image that she would never forget; it would mark her history, a garden full of walking flowers.
Don Ramiro saw in Ana Luisa’s eyes a deep love for those mothers, the little poet was searching for the right words. He lightly pulled her hand and asked her to return. Several minutes had passed since they left and surely, her father’s meeting with the general had ended. They returned to the palace, crossing every door, and every wall, and the further they went, the more he felt as if he was heading to the slaughterhouse. How would he explain what they had seen in front of her father and the general? The girl repeated to him, “Don Ramiro, they are all like lily flowers that walk in a circle; they are a garden in motion.” Don Ramiro got down on one knee and promised her that he would explain, but inside, he did not want her to comment because he did not want to interrupt the general’s conversation with her father. That’s how it went. Ana Luisa stayed with the carpenter near the scaffolding until after a few minutes, Carlos left the presidential office, found Ana Luisa, greeted Don Ramiro, and left in a hurry. Ana Luisa could only wave her hand and with her eyes, say goodbye.
Don Ramiro sat on the scaffolding to catch his breath when General Videla called his name, “Don Ramiro, what a magnificent job.” The carpenter simply bowed his head in thanks, picked up his tools, and left.
Ana Luisa still felt the sensation of Don Ramiro’s calloused hands; her hands, unlike his, were tender, free of marks, and soft; his were strong, marked with scars, and with rough skin. She felt protected by those hands and wondered if this was what it felt like to have a grandfather.
On the way, Carlos didn’t say anything, but he watched his daughter as she looked out the window, and he realized that she was waking up to the world and could no longer grow up isolated within the walls of the house or on trips to their Mar de Plata house. Ana Luisa was blossoming into a young woman, a beautiful teenager.
Videla’s assignment to Carlos was to keep the protests at bay during the World Cup, and if necessary, to accelerate the imprisonment of young people, quell the protests, and discredit the annoying mothers without mercy and without hesitation. Carlos decided to infiltrate young people into the movement to learn more about who these mothers were, and what their plans were. While Carlos’s eyes were lost in the horizon, thinking about how to overwhelm that movement of the white scarves, Ana Luisa was also losing her gaze in the sky with the magical image of a garden in motion. Father and daughter were opposites, they had different perspectives on life and time.
The following days, Ana Luisa asked her mother to take her to the Miguel Cané Municipal Library, one of her favorite places; she loved to get lost among those walls of books. She liked to sit in those little studies and read. That’s where she saw the mothers again; they handed out leaflets printed on mimeograph machines, denouncing the disappearances of thousands of young people. Passerbys quickly moved away from them as others stealthily approached to take a leaflet before quickly putting it away. Everyone knew that they were being watched, but those brave mothers felt they were already dead in life— with the intense burden of their missing sons and daughters on their backs. Ana Luisa began to understand and connect the dots. Who was General Videla really? Why do these women accuse him of being a murderer? Why is her father, a man she has admired so much, a friend of the general? Why does she go to the Casa Rosada all the time? Why does Don Ramiro work there? All these questions waved through her head like thoughts that came and went, dizzying her understanding; she was afraid to find out the answers.
“Ernesto, you have not experienced a revolution like I have,” Ernesto recalled that summer afternoon when she asked him if he would dare to take up arms. Ernesto knew that the answer was in Argentina.
Obed Arango Hisijara
Obed es mexicano, ciudadano de la América Latina, artista visual y antropólogo. Director de CCATE y profesor de University of Pennsylvania.
Selected Works by Obed Arango:
La Moneda (I-III)
La Moneda (IV)
La Moneda (V)
La Moneda (VI)
La Moneda (VII)
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